No
cabe duda, amigos, que no hay nada más representativo de nuestra mexicana
esencia que ese frutillo picante que nos hace conocidos en todo el mundo: el
chile.
Ingrediente
indispensable en el alimento cotidiano, en la alta gastronomía y hasta en la
medicina tradicional, el chile (del náhuatl chilli)
es el fruto pendular de una planta herbácea originaria de América (México,
Centro y Sudamérica). No hay ninguna evidencia ni referencia histórica acerca
de él en las culturas antiguas de Europa o Asia, a pesar de que es un
ingrediente que se usa con frecuencia en la cocina hindú y en algunos platillos
chinos.
Aunque
para buena parte del mundo la palabra chile es una sola, nosotros, los que de
más variada forma usamos estos frutos, sabemos que son muchos y de diversos
sabores.
Los
botánicos calculan que existen entre dos y tres mil tipos de chile en el mundo,
que clasifican en seis especies cultivadas y alrededor de veintidós especies
silvestres. La mayoría de estas últimas se localizan en América del Sur. Entre
las variedades cultivadas en nuestro país, se encuentran: el indispensable
chile verde o serrano; el poblano, el pasilla y guajillo; el ancho y el mulato.
El chile cascabel, el de árbol, en la zona de Veracruz y el chile de Chiapas o
pico de paloma, en el sureste del país. Y, claro, el famoso chile piquín que
es, según los científicos, el progenitor de todos los chiles mexicanos, desde
el verde hasta el pimentón, con excepción del habanero y el manzano.
Ya
se nos está haciendo agua la boca, imaginando la infinidad de platillos que se
preparan con ellos, unos más picantes que otros. Salsas de todos colores,
chiles molidos para espolvorear, rajas, chiles rellenos de esto y de lo otro…
mordidas de chile entre bocado y bocado, para hacerlo picosito… Y hablando de
picor, quizás muchos de ustedes no lo sepan, pero existen dos formas de medir
qué tan picante es un chile, pues esto depende de la cantidad de capsaicinoides que posean, sustancias
alcaloides que albergan los chiles en venas y placenta, no en las semillas,
como algunos creen. La prueba la inventó un científico llamado Scoville en
1912. Es una prueba bastante rudimentaria y subjetiva que consistía en dar a
probar a cinco catadores profesionales, que no sean consumidores habituales de
chile, una solución con una cantidad mínima de capsaicina diluida en agua
endulzada, que se iba aumentando una y otra vez, hasta que el sabor de la mezcla
era perceptible en la lengua. Tres de los cinco catadores tenían que coincidir
en la evaluación, que se registraba en múltiplos de cien unidades “Scoville”.
Por
supuesto, los pobres tipos terminaban “enchiladísimos”, es decir, con la lengua
ardiendo, ojos y nariz escurriendo y de un humor de los diablos. Ahora, los
avances científicos han permitido suplantar a estos infelices por una prueba de
laboratorio denominada cromatografía líquida de alta presión, que produce
resultados más precisos y sin molestar a nadie.
La
diferencia, en cuanto a picante se refiere entre unos y otros chiles, es enorme,
¡y vaya si lo sabremos los mexicanos! Por ejemplo, un jalapeño marca entre dos
mil y cuatro mil unidades Scoville, mientras que un habanero asciende a las
cien mil y hasta trescientos mil unidades.
Esto
de comer picante es adictivo. Como la lengua va perdiendo sensibilidad, la
gente requiere cada vez más picante para que la comida le sepa… hasta que el
aparato digestivo dice ¡basta! La sensación de enchilamiento es muy polémica:
mientras a algunos les parece sumamente desagradable, para otros resulta un
gran placer: adoran llorar y moquear hasta que les ardan las orejas… Y qué decir del gusto por sorprender a los
extranjeros con una buena enchilada: es también parte de nuestra cultura, de
nuestro picoso sentido del humor.
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