Mis novelas

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jueves, mayo 25, 2023

EL FÜHRER

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

En este recorrido por los dictadores de la historia, llegamos a quién podríamos llamar “el peor de todos”, por la devastación y muerte que sembró durante su gobierno. Ya adivinaron, se trata desde luego de Adolf Hitler, el artífice del Tercer Reich alemán, responsable de millones de muertes por la guerra que provocó y por su campaña de exterminio de judíos y muchos otros a quienes consideraba “razas inferiores”.

Hitler no nació en Alemania sino en Braunau, Bohemia, en 1889. Era hijo de un austríaco, funcionario de aduanas. Su infancia transcurrió en Linz y su juventud, en Viena, donde se dedicó a vagar y a leer acerca de la historia y la mitología germanas. 

En 1913 huyó del Imperio Austrohúngaro para evitar el servicio militar y se mudó a Múnich.  Un año más tarde, este hombre lleno de contradicciones se enlistó voluntariamente en las filas alemanas para ir al frente al estallar la Gran Guerra. El ejército se convirtió en su hogar; la disciplina se volvió parte de su ser y luchar contra un enemigo dio sentido a su vida.

Fue también gracias al ejército que encontró el camino a la política, pues en 1919 le encomendaron la misión de espiar al Partido Obrero Alemán. Decidió cambiar de ruta, renunció a la milicia y se unió al partido, donde ascendió rápidamente. En cuanto adquirió el control, lo rebautizó Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, inspirado en el fascismo italiano y en la figura de su modelo: Mussolini. Quiso, como aquél, dar un golpe de Estado, pero falló y fue a dar a la cárcel. 

Ningún revés doblegaba a ese hombre, así que aprovechó la prisión para escribir su famoso libro “Mi lucha”, donde plasmaba su ideal de un imperio pangermánico, sustentado en la supuesta superioridad de la raza aria, la cual debía exterminar a todas aquéllas que consideraba inferiores. 

Salió del cautiverio a encabezar de nuevo a su partido, apoyado por sus leales Himmler, Goering, Goebbels, Hess y algunos más que lo acompañarían hasta el final de su terrible aventura.

En 1933 fue nombrado Canciller. En cuanto se hizo del poder clausuró el Parlamento e instauró una dictadura de partido en que toda decisión recaía en él. Inició así el llamado Tercer Reich, o tercer Imperio Alemán.

Como todo dictador, desplegó un arrasador culto a su persona, difundido por una propaganda muy eficaz que difundía sus ideas nacionalistas, exaltaba la superioridad racial y el odio a los no arios, especialmente a los judíos. Se hizo llamar “Führer”.

Además de su eficiente sistema de inteligencia y espionaje, la SS, gracias al odio y al temor de represalias, hizo de cada alemán un delator de cualquier sospechoso de hacerse pasar por ario o de albergar ideas diferentes al nazismo.

Inició una carrera armamentista que sacó al país de la depresión económica. Una vez armado y organizado su gigantesco ejército, emprendió la invasión de los territorios que pretendía anexar al Tercer Reich. Su primera víctima fue Austria, su país de origen, en 1934. Siguió Checoslovaquia y, en 1939, invadió Polonia. Fue entonces cuando Gran Bretaña y Francia le declararon la guerra, iniciando así la Segunda Guerra Mundial. Hitler se alió con Italia y Japón en el llamado Eje Berlín-Roma-Tokio.

Durante los primeros años, Alemania obtenía victoria tras victoria; había ocupado la mayor parte de Europa continental, salvo los países que eran sus aliados y los únicos dos que permanecieron neutrales: Suecia y Suiza.

Engolosinado, el Führer decidió superar a Napoleón e invadir Rusia. Igual que su ídolo, ese intento fue su perdición; los soldados del Eje no sólo fracasaron, sino que los rusos contraatacaron llegando hasta Berlín. Además, Estados Unidos se unió a los Aliados con tropas y armamento, mediante el famoso desembarco en Normandía en 1944, además de ocupar Italia.

Sin posibilidades de recuperación, se ocultó con su pareja, Eva Braun, y sus más cercanos colaboradores, en el búnker de la Cancillería. Allí se suicidaron, de manera colectiva, para no ser aprehendidos y juzgados por sus terribles crímenes de guerra.

La megalomanía de este hombre, sin duda un genio del liderazgo, provocó la mayor destrucción y muerte de que se tiene noticia en la historia de la humanidad. Además, su aparato de exterminio desarrolló técnicas de una crueldad inhumana.

Todavía hoy, a 80 años de aquellos sucesos, su imagen es, quizá, la más atemorizante de los tiempos modernos. Por más que uno estudie las causas que permitieron que todo eso ocurriera, es difícil entender que su poder se mantuviese y que la esquizofrenia de un hombre se convirtiese en locura colectiva. Una lección que no debe olvidarse.


jueves, mayo 18, 2023

EL DUCE

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

Parecería que, durante el siglo XX, las estrellas se mostraban propicias para la aparición de figuras terribles, como las que hemos traído últimamente a este espacio: los dictadores.

Entre ellos no podríamos omitir a uno de los más icónicos y, por desgracia, admirado e imitado por otros suspirantes del autoritarismo. Se trata del italiano Benito Mussolini, creador del sistema fascista y modelo, entre otros, del terrible Adolf Hitler.

Mussolini, nacido en 1883 en el seno de una familia humilde, era maestro de profesión. Sin embargo, albergó desde muy joven inquietudes políticas. Poseía una enorme sed de conocimiento y también de acción. La primera hizo de él un ávido lector; la segunda, un rebelde activista.

Su primera militancia fue en el ala radical del Partido Socialista Italiano. Llegó a ser secretario provincial en Forlì y editor del semanario La lucha de clases y, al poco tiempo, del periódico milanés Avanti, órgano oficial del Partido.

Durante la Primera Guerra Mundial, los socialistas llamaron a la neutralidad, es decir, a que Italia se abstuviera de entrar en el conflicto. Entonces Mussolini, a través del periódico, se mostró abiertamente belicista. En consecuencia, fue expulsado del Partido.

Astuto como era, aprovechó la coyuntura para fundar su propio periódico, Il Popolo d’Italia, de tendencia ultranacionalista (financiado por su amante en turno, Ida Dalser, una de sus víctimas femeninas). En 1915 se enroló voluntariamente en el ejército y fue al frente hasta que lo hirieron.

Tras los Tratados de Versalles, la frustración y el enojo se apoderaron de los italianos. De nada había servido su sacrificio al entrar en la Guerra: habían perdido muchas vidas y recursos, había pobreza y hambruna, el movimiento obrero provocaba huelgas en todo el territorio y los campesinos ocupaban las tierras en lugar de trabajarlas, exigiendo mejores condiciones salariales y humanitarias.

El momento era perfecto para lanzar un discurso político diferente: no era el socialismo o el comunismo el camino para mejorar las condiciones de vida de obreros y trabajadores, proclamaba Mussolini, sino la ley, el orden y la unión de todos los italianos, recordando que eran herederos del gran Imperio Romano.

Fundó entonces el Partido Nacional Fascista, organizado en grupos de acción o fascios, el cual obtuvo 35 escaños en la cámara de diputados.

El gobierno, claramente incapaz de controlar todos los problemas del país, decretó la disolución del Parlamento. Clima perfecto para la gran apuesta de líder fascista: La marcha sobre Roma, una gran caravana de sus partidarios, los camisas negras, a los que se fueron sumando más y más desde todos los puntos de Italia para llegar frente al rey el 29 de octubre de 1922, exigiendo que nombrara, a Benito Mussolini, Primer Ministro con poderes de emergencia para restaurar el orden. Así inició una de las dictaduras más famosas de la historia, que utilizó, como todas, la violencia, el espionaje y el terror para acabar con sus adversarios. 

Además de su inteligencia, sagacidad y falta de escrúpulos, el Duce (como se conocería a Mussolini en lo sucesivo), usaba con eficacia su arma principal: la elocuencia, una capacidad de oratoria única. Sus discursos (que escribía y practicaba personalmente) lo convirtieron en un modelo a seguir por otros de su tiempo, empezando por Hitler, y por muchos en los tiempos siguientes, incluso hoy.

En opinión de varios analistas, se inspiran con frecuencia en el Duce políticos como Trump, Bolsonaro y Salvini, por nombrar a algunos (y quizá uno más cercano…) pero seguramente muchos otros de marcado aliento autoritario y con una egolatría inocultable, se sueñan hipnotizando a las multitudes, como lo hacía él desde el balcón del Palacio Venecia, en Roma.

La ideología de Mussolini (como sucede con sus imitadores) era incoherente; para ocultar sus contradicciones se apoyó en una retórica insistentemente nacionalista, de culto a su persona, xenofóbica y exaltadora de un pasado glorioso que prometía recuperar.

Aunque su ascenso se había apoyado en la clase obrera, suprimió el derecho a la huelga y a los sindicatos, tanto obreros como patronales, creando corporaciones que controlaba el gobierno.

Manipulaba al país a través de la educación de credo fascista, los medios de comunicación y la vigilancia o espionaje de la sociedad. Pero era convincente. Tanto, que la mayoría de los italianos se sentían eufóricos, pensando que su patria había resurgido para convertirse en una gran potencia.

Entró el país fascista, de la mano de los nazis, a la Segunda Guerra Mundial. Pero Italia cayó antes, pues las tropas aliadas invadieron primero Sicilia y luego la península, hasta obtener la rendición, en 1943. No fue Mussolini quien se rindió; él había sido destituido unos meses antes y, rescatado por los nazis, dirigía en el norte un gobierno títere de Hitler, la llamada República de Saló.

En 1945, ante la derrota de Alemania, el Duce intentó huir a Suiza, pero unos partisanos lo detuvieron y lo asesinaron junto con su amante, Clara Petacci.

Para acercarse a esta historia que, desde mi opinión, es muy interesante, les recomiendo la película La amante de Mussolini (Vincere en italiano), dirigida por Marco Belocchio, y mi novela Volver a Roma, que narra la relación entre Benito y Clara o Claretta, una joven de trágico destino.


miércoles, mayo 10, 2023

MADRES PRIMIGENIAS

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

Más allá de la historia científica, Ahí donde las fronteras entre mito, ficción y creencias religiosas se funden, hay en toda cultura una figura materna, una madre primigenia de donde provienen todos los seres que poblaron la tierra. 

Una de las culturas más antiguas de la humanidad, la egipcia, creía que Isis o Ast, melliza y esposa de Osiris, era la diosa madre, la fuerza fecundadora de la naturaleza. Gracias a la abnegación y el poder dador de vida de esta diosa, pudo recuperarla su esposo, quien había sido descuartizado por su envidioso hermano Seth. Pero Isis recorrió el Nilo, recogió los pedazos, los unió y les dio nueva vida. En ese acto amoroso concibió a Horus.

En nuestra raíz judeo-cristiana, la primera mujer es Eva, la esposa de Adán, creada a partir de la costilla del primer habitante del Paraíso. Hay quienes sostienen que Eva fue, en realidad, la segunda mujer de Adán, pues Dios había creado a Lilith, ente femenino de la primera pareja humana, igual en capacidades y en autoridad a Adán, con quien nunca logró ponerse de acuerdo y terminó abandonándolo, por lo que el Creador hizo a Eva, más dispuesta a la vida marital y a la maternidad. En su paradisíaco romance, procrearon a Caín y a Abel, los hermanos mal avenidos cuya rivalidad terminó en el primer fratricidio. Con esa pena, que se sumó a la expulsión del Paraíso que, seguramente, Adán nunca perdonó a Eva, culpable del antojo de la manzana, esta madre primera debe haber terminado sus días bastante frustrada y amargada.

Para la cultura greco-latina es Hera, melliza de su esposo Zeus, quien se identifica como madre primera, fértil progenitora de dioses y semidioses. Hera y Zeus se casaron a fuerza: el dios había violado a su hermana y tuvo que reparar el honor. Pero fueron, según cuenta la mitología, una pareja muy mal avenida, que pasaba la vida entre infidelidades, intrigas y venganzas. 

El pensamiento náhuatl definía como madre de todo lo creado a Ometecuhtli, la diosa dual de Ometéotl, señor y señora de todas las cosas. De esta concepción deriva la diosa Tonantzin, “nuestra madre”, cristianizada durante la Colonia como la Virgen de Guadalupe, de acuerdo con la creencia en la aparición de la Virgen justo en el mismo sitio donde había un adoratorio para esa diosa indígena. Fray Bernardino de Sahagún explica: “en este lugar tenían un templo dedicado a la madre de los dioses que llamaban Tonantzin, que quiere decir Nuestra Madre; allí hacen muchos sacrificios a honra de esta diosa, y venían a ellos de muy lejanas tierras, de más de veinte leguas, de todas estas comarcas de México, y traían muchas ofrendas”. 

Así pues, no hay cultura sin la creencia de una madre primigenia, madre de los dioses y señora de la fertilidad. Curiosamente, en todos los casos se considera una melliza, una igual a la vez que pareja de un dios masculino, es decir, se le concibe bajo el principio dual, más patente que nunca en la filosofía náhuatl. Esto lo comenta el propio Sahagún, preocupado: “Es cosa que se debía remediar porque el propio nombre de la Madre de Dios Señora Nuestra no es Tonantzin sino Dios y Nantzin…” 

Es también común a todas estas figuras de la mitología universal la historia de desacuerdos y rivalidades con su pareja, su divina media naranja, así como la decepción por el comportamiento de los hijos. 

No cabe duda, amigas mamás, que los mitos no son más que la encarnación de las características de los humanos… ¡Felicidades en el día de las Madres!


miércoles, mayo 03, 2023

FRANCISCO FRANCO

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

Volviendo al tema de los dictadores del mundo, no puede faltar uno que, por parentesco entre naciones, roza las historias familiares de muchos mexicanos y provoca, todavía, pasiones encontradas. Se trata de Francisco Franco, el Caudillo español, quien se hizo del gobierno de su país en 1939, tras el triunfo de las llamadas Fuerzas Nacionales sobre el Frente Republicano, al finalizar la Guerra Civil Española.

Franco había adquirido, desde el inicio de esa Guerra, en 1936, los títulos de Generalísimo de la Fuerzas Nacionales de Tierra, Mar y Aire y de Jefe del Gobierno del Estado Español, que le otorgaban todos los poderes del Estado. Se cuidó de mantener, durante casi 40 años, este poder omnímodo, conduciendo un gobierno autoritario y personal.

Inspirado en el régimen fascista de Mussolini y en el nazismo de Hitler, de quienes se declaró aliado no beligerante, los primeros años del gobierno franquista, conocidos como Etapa Azul, tuvieron como pilar a los militares de la Falange, que se dedicaron a perseguir a los miembros de cualquiera de las llamadas izquierdas o a quien hubiera ayudado a los republicanos durante la guerra. Estos “enemigos” eran detenidos, encarcelados y, muchas veces, condenados a pena de muerte o enviados a campos de concentración nazi. Se estima que hubo más de 280,000 presos político, unos 50,000 ejecutados y que entre 10 y 20,000 exiliados terminaron en campos de concentración nazis.

El discurso político de estos años era el exacerbado nacionalismo.

Esta primera etapa concluye al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

Durante los siguientes años, Franco, preocupado por romper el cerco internacional que aislaba a España, sobre todo en cuanto a la economía mundial, se hizo cargo de buscar aliados y apoyos para alcanzar dicho objetivo. Se acercó a los monarquistas, prometiendo la restauración de la corona tras su gobierno (sin decir cuándo), a la Iglesia Católica y, con el infalible discurso anticomunista, a los Estados Unidos de Norteamérica. Para convencerlos, maquilló su gobierno promulgando leyes que parecieran democratizantes, firmó un Concordato con el Vaticano y un Acuerdo Hispano Norteamericano. Estas hábiles medidas le valieron el ingreso a la ONU en 1955 (un tache para esa organización, desde mi punto de vista).

Tras esos acuerdos, comenzó una etapa de desarrollo económico para España. Los inversionistas del mundo pusieron el ojo en ese país, especialmente los del ala conservadora católica, es decir, el Opus Dei; lo mismo hicieron los turistas, que llegaban en oleadas.

En 1969, Franco decidió nombrar como su heredero al príncipe Juan Carlos de Borbón, de cuya educación se había encargado personalmente. Gesto aplaudido por una facción de los monárquicos, pero reprobado por otra, pues el heredero legítimo de Alfonso XIII era don Juan de Borbón, padre de Juan Carlos.

En 1969, justo cuando la dictadura franquista cumplía 30 años, saltó a la prensa un escándalo de corrupción que salpicaba a varios ministros del gobierno. Se llamó escándalo Matesa, por el nombre de la empresa de maquinaria textil involucrada. A pesar de que Franco intentó acallar a la opinión pública e indultó a sus colaboradores, el daño estaba hecho y dio fuerza a los adversarios del régimen.  

La creciente inconformidad había dado fuerza a movimientos sindicalistas, estudiantiles y a partidos políticos clandestinos, como el PESOE de Felipe González. Algunos de estos opositores formaban organizaciones de corte terrorista; entre ellos la GRAPO, la FRAP y la más conocida: ETA, que daría la estocada final al dictador y su férreo gobierno, el cual ya estaba en decadencia, asesinando, mediante la explosión de una bomba, al presidente de gobierno, Luis Carrero Blanco.

El otrora pétreo Caudillo había envejecido. La apertura económica permitió que España progresara, cierto, pero también que la gente tuviera contacto con el exterior y dejara de engañarse con el discurso nacionalista que ya no cabía en ese tiempo. 

Para consuelo de sus adoradores y frustración de sus detractores, Francisco Franco no cayó en batalla ni murió asesinado. Falleció tranquilamente en su cama, en 1975, siendo un octogenario que nunca perdió el inmenso poder que el Ejército Nacional entregó en sus manos en 1936.

Como dije al inicio de esta nota, hay muchos hijos, nietos y bisnietos de sus víctimas que siguen sintiendo por él un odio vivo, un rencor que los altera. Y tienen buenas razones para ello.

También, hay conservadores que siguen suspirando por su Caudillo, al que idolatran como a un semidiós, y lo defienden aduciendo cifras económicas, mejoras sociales de aquel periodo y, desde luego, aseguran que aquel orden en donde todos eran muy católicos y jugaban roles tradicionales, era la mejor España, la que aún añoran. 

Ambientada en aquel tiempo y alrededor de personajes republicanos, especialmente el poeta Antonio Machado, escribí hace años la novela Sombras en el muro, que todavía circula por ahí bajo el sello Círculo Rojo.


Soñar...

Mi mayor placer es soñar. Soñar dormida y más, despierta. Dejar volar la imaginación y tratar de convertir esos sueños en palabras.

EL NIÑO BENITO JUÁREZ

--> DE LIBROS Y OTROS PLACERES Un personaje que no debemos olvidar, por su importantísimo legado a la formación de este país, es...