Mis novelas

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lunes, marzo 18, 2024

EL NIÑO BENITO JUÁREZ

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

Un personaje que no debemos olvidar, por su importantísimo legado a la formación de este país, es, sin duda, Pablo Benito Juárez García, ese Benito Juárez que en la primaria nos meten hasta en la sopa, pero siempre recubierto de una imagen metálica o pétrea que nos lo hace odioso. En su honor estuvimos muchas veces, en días cercanos al 21 de marzo, de pie en el patio de la escuela, escuchando discursos acartonados o empalagosos poemas, encaminados a enaltecer al héroe, pero cuyo resultado era contraproducente en el ánimo de los alumnos.

En busca de otra imagen para ese enorme estadista y fascinada por ese siglo XIX mexicano, de donde proviene lo que hoy vivimos como nación, escribí hace algunos años la novela El Cuervo y el Halcón, un intento de humanizar no sólo al Benemérito, sino también a su histórico rival, el Archiduque Maximiliano de Habsburgo.

Comparto aquí un fragmento que habla de la niñez de Benito Juárez:

Dos años había cumplido Benito, a quien nadie llamaba por su nombre completo, Pablo Benito, pues en San Pablo Guelatao a todos los hombres se bautizaba Pablo algo, para hacer honor al santo patrono de aquel pueblo, tan chico que más bien debía decirse caserío, cuando su hermana Josefa lo tomó de la mano y, sin explicarle la razón del revuelo que traían en la casa, de los gritos de la madre agarrándose la panza, lo llevó de prisa, casi arrastrando, y lo fue a entregar con los abuelos.  Ahi le encargo a Benito, abuela, voy por mi tía Cecilia, que ya se le viene la criatura a mi madre, oyó el niño decir a su hermana, antes de mirarla correr otra vez, ahora hacia el otro lado de la población. En cuanto se perdió de vista, se soltó en llanto, un llanto azorado y a la vez provisto del presentimiento de que algo grave sucedía a su alrededor.  Cállate, ven, te doy chocolate, le dijo la abuela, verás que todo saldrá bien.  Entonces, Benito cambió las lágrimas por una cara larga y silenciosa. 

Cuando Josefa llegó, horas más tarde, y entre sollozos ahogados le dijo algo a la abuela que la hizo taparse la boca para esconder un grito, Benito Juárez aprendió a desconfiar de las personas cercanas. Y cuando de nada servía su búsqueda, ni había respuestas a su insistente pregunta de dónde estaba su mamá, imaginó que la habían vendido, como a veces hacía su padre con las borregas más lindas. Guardó para sí sus conclusiones; no dejó a nadie verlo llorar, cubriéndose la cara con el rebozo de su hermana, mientras el cuerpo rígido de su madre permaneció entre cuatro cirios, a la mitad de la casa. 

Todo el pueblo llegó a velarla.  Los hombres, muy serios, se descubrían la cabeza y se persignaban. Las mujeres lloraban ruidosamente. Tempranito, emprendieron la procesión al cementerio. Los parientes de muerta y viudo se turnaban la carga del ataúd.  María Longines, la recién nacida iba en los brazos de su tía Cecilia, para aprovechar al cura y bautizarla de una vez. 

Volvieron a San Pablo. Marcelino se llevó a sus hijos, con excepción de la criaturita que permaneció bajo el cuidado de la tía.  Esa noche, el padre de Benito buscó la paz en una botella de aguardiente. Y cada día, desde entonces, sólo en ella encontraba consuelo.  Josefa, Rosa y Benito tenían cuidado de no contrariarlo, de no hacer ruido cuando se quedaba dormido, para evitar los gritos y las cachetadas, las lamentaciones por su mala fortuna.  Las niñas dejaron de alborotar y se ocuparon cada vez menos del arreglo de su hermanito. Él pasaba horas afuera, mirando el campo, observando a los pájaros, en especial a los cuervos que lo fascinaban con su mirada metálica. Habló menos y dejó también de reír a menudo, como en los tiempos en que Brígida le hacía cosquillas, le decía escuincle de porra y lo dejaba hacer bolitas de masa mientras ella echaba las tortillas. 

Benito iba marcando, en el amate que llamaba su árbol, una rayita por cada día desde que enterraron a su mamá.

lunes, marzo 11, 2024

MATA HAR

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

Está muy en boga ese estilo de baile que aquí llamamos danza árabe y los norteamericanos, belly dance, es decir, danza del vientre. Esta disciplina engloba diversos estilos de bailes folclóricos y rituales, provenientes de otros tantos sitios y culturas del Medio Oriente. Entre ellos se encuentran antiguas danzas de la India, Egipto, Siria y Persia, mezcladas con el estilo andalucí, emparentado con los bailes flamencos del sur de España. 

Son elementos comunes los movimientos circulares de las bailarinas, relacionados con las órbitas de los astros y con ritos encaminados a la fertilidad, preocupación primigenia de las antiguas culturas en que surgieron.  Tales movimientos sensuales sedujeron al mundo occidental desde el primer encuentro. Las corrientes orientalistas de Europa, desde el siglo XVIII y, con más frenesí en el XIX, idealizaron y expresaron, a través del arte, todo lo relacionado con esas culturas exóticas. 

En esa época, el mito se hizo realidad en una mujer de trágico destino que se convirtió en ícono universal: Mata Hari, la famosa bailarina, fusilada bajo acusaciones de fungir como doble espía durante la Primera Guerra Mundial. 

        Esta mujer no tenía en realidad nada de sangre oriental: su verdadero nombre era Margaretha Geertruida Zelle, originaria de los Países Bajos, donde nació en 1876. Muy joven, contrajo matrimonio con un oficial de marina mucho mayor que ella. A él lo asignaron a la isla de Java. Al volver a Europa, Margaretha trajo consigo el conocimiento de la danza y, en su mente fantasiosa, una historia que inventó sobre sí misma: “Mi madre, gloriosa bayadera del templo de Kanda Swany, murió a los catorce años, el día de mi nacimiento. Por ello, los sacerdotes me pusieron Mata Hari, que quiere decir “ojo de la aurora”. Afirmaba haber aprendido allá los sagrados ritos de la danza.

En 1903, ya divorciada, se mudó a París; allí comenzó su éxito como bailarina exótica, en un circo, donde la gente hacía cola para verla actuar. Y muchos caballeros desfilaban a los camerinos, en busca de algo más que danza. Mata Hari coleccionaba aplausos… y amantes, de todas las nacionalidades. Aunque sus favoritos eran los uniformados, se anotaron en su larga lista otros hombres importantes, como el compositor Giacomo Puccini o el Barón Henri de Rothschild, quien la colmó de joyas.  A todos les contaba versiones diferentes sobre su origen y, seguramente, los engañaba acerca de sus sentimientos.

Cuando estaba en la cúspide, estalló la Gran Guerra. Mata Hari se encontraba en Alemania. Su amante en turno, Kraemer, cónsul alemán en Amsterdam y jefe del espionaje de su país, la involucró en el jugoso negocio de la información secreta. Ella comenzó a obtener información de los franceses, específicamente del capitán Ledoux, jefe del Servicio secreto de su país, con quien estaba también involucrada. 

Obviamente, una mujer tan notoria no haría un buen papel como espía secreta; las cosas se complicaron aún más porque se enamoró de un joven oficial ruso. Poco antes de que la Guerra llegara a su fin, Mata Hari cayó prisionera en Francia y se le sometió a uno de los juicios que la historia registra como una gran injusticia, sin pruebas concluyentes, y basado en hipótesis no probadas.  Aun así, utilizándola como castigo ejemplar, se le condenó a la pena de muerte.

Ninguno de sus amantes impidió el desenlace. Tampoco sus encantos, ya un poco marchitos, que trató de utilizar con los guardias y, al final, con el pelotón de fusilamiento. Cuentan que se negó a que le vendaran los ojos, y que lanzó un beso de despedida a sus verdugos, con tal dulzura, que sólo cuatro de los doce soldados se atrevieron a apuntarle. Los otros ocho dispararon fuera del blanco.

De acuerdo con las leyes vigentes, su cuerpo, como el de todo criminal, se entregó a los estudiantes de medicina para su estudio. Su cabeza embalsamada permaneció en el Museo de Criminales de Francia, hasta que alguno de sus admiradores la robara y desapareciera en 1968.

Tal es la historia de Mata Hari, la espía, famosa por su talento para bailar. Quizá no una mujer ejemplar, pero sí digna de ser mencionada en este mes dedicado a las mujeres.

Soñar...

Mi mayor placer es soñar. Soñar dormida y más, despierta. Dejar volar la imaginación y tratar de convertir esos sueños en palabras.

EL NIÑO BENITO JUÁREZ

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