Por
alguna razón misteriosa, y a pesar de la cercanía tanto geográfica como
cultural entre Portugal y España, a nuestro país que es hijo, en cuanto a las
letras, de esa Madre Patria, poco y tarde nos llegan obras de los grandes
autores que ha dado y sigue haciéndolo la nación lusitana. Con excepción de
José Saramago, quien después de recibir el Premio Nobel y, gracias a las
excelentes traducciones de su esposa Pilar, ha sido ampliamente difundido en
nuestra lengua, nos suena familiar, quizás, el nombre de Fernando Pessoa, pero
más por haberse convertido en personaje de otros novelistas, como el propio
Saramago o el italiano Antonio Tabucci, que por su obra imprescindible. Pero
poco conocemos de otros genios portugueses, como Eca de Queiroz, o los que
todavía respiran y escriben en aquella península, como Agustina Bessa Luís,
Antonio Lobo Antunes o José Luis Peixoto, por nombrar a los más famosos.
Marcados
por el mar, por una orografía difícil y un clima casi siempre malo, los
literatos portugueses se caracterizan por su profundidad, son expertos en
penetrar hasta lo más íntimo del alma humana y retratan de forma asombrosa las
intrincadas relaciones entre las personas. También son notorias la originalidad
de sus descripciones y la inclinación a dejar testimonio de su realidad, de su
gente y sus costumbres.
Para
muestra, dos probadas, primero, un fragmento de La Sibila, novela de Agustina
Bessa Luís:
…uno
de los aspectos más característicos de Quina era despreciar por principio a
todas las mujeres. No que personalmente las odiase, pero, en general, les
atribuía una categoría deprimente, y, como elemento social, no las tenía en
cuenta. La verdad era que, toda la vida, había luchado ella por superar su
propia condición, y, al conseguirlo, al llegar a ser apuntada como cabeza de
familia, conocida en la feria y en el tribunal, buscada por negociantes,
consultada por los viejos labradores, que la trataban con la misma seca
objetividad usada entre ellos, mantenía en relación con las otras mujeres una
actitud no desprovista de originalidad. Amadas, sirviendo a sus señores, llenas
de un mimo doméstico e inconsecuente, convertidas en abyectas a costa de serles
negada la responsabilidad, usando el amor con instinto de ganancia, parásitas
del hombre y no compañeras, Quina sentía por ellas un desdén un tanto
despechado e incluso tímido, pues había en esa condición de esclavas regaladas
algo que la hacía sentirse frustrada como mujer.
Y
del monumento que es el Libro del Desasosiego, de Fernando Pessoa, este
fragmento, muy adecuado para mis colegas escritores:
Las
frases que nunca escribiré, los paisajes que no podré describir nunca, con qué
claridad los dicto cuando, recostado, no pertenezco sino lejanamente, a la
vida. Cincelo frases enteras, perfectas palabras por palabra, contexturas de
dramas que se me narran construidas en el espíritu, siento el movimiento
métrico y verbal de grandes poemas en todas las palabras y un esclavo al que no
veo, me sigue en la penumbra. Pero si diese un paso, desde la silla donde yazgo
entre sensaciones casi realizadas, hacia la mesa donde querría escribirlas, las
palabras huyen, los dramas mueren, del nexo vital que unió al murmullo rítmico
no queda más que una añoranza lejana, un resto de sol sobre unos montes
alejados, un viento que eleva a las hojas al lado del umbral desierto, un
parentesco nunca revelado, la orgía de los demás, la mujer que nuestra
intuición dice que miraría para atrás, y que nunca llega a existir.