Recientemente leí, junto con mis queridos lectores de mis
grupos, titulados Por el placer de leer, Los demonios de mi cuerpo, la
más reciente novela de Sandra Frid, autora mexicana con mucho ángel, que
seguramente recuerdan por alguna de sus excelentes novelas anteriores: La
mujer que nació tres veces, cuya protagonista es Nahui Ollin, La danza
de mi muerte, alrededor de la misteriosa historia de Nellie Campobello, o Reina
de Reyes, en voz de la esposa del gran Alfonso Reyes, por nombrar algunas.
En esta nueva entrega, Los demonios de mi cuerpo,
esta talentosa escritora regiomontana se ha introducido (como hizo en sus obras
anteriores), en las entrañas de la protagonista, la poeta Pita Amor, conocida
en su tiempo como la Undécima musa. Una mujer, la personaja, contestataria,
rebelde y genial, parecida a la autora sólo en esta última característica, pues
Sandra, a quien conozco desde hace más de 20 años, es tranquila, amable y
elegante.
Con talento y oficio, la pluma de Sandra Frid nos lleva
al mundo interior y al ambiente que rodeó a esta enorme poeta del siglo XX, a
quien la historia tiene un tanto olvidada.
La novela, con un título muy atractivo, nos tiene en vilo
a través de todas sus páginas. El lector no pierde el interés en ningún
momento, pues Pita parece revivir, en carne y hueso, provocando sentimientos
encontrados hacia sus desplantes y destellos de genialidad y, por ende, de lo
que podría calificarse como locura.
Una época gloriosa de nuestro México, donde surgieron
grandes figuras en todas las ramas del arte y Pita Amor no era la excepción.
Agradezco a Sandra Frid por esta lectura, y me atrevo a
hacerlo a nombre de mis grupos, que ya se lo expresaron personalmente.
Comparto con ustedes un fragmento, que seguramente los
llevará directo a la librería en busca de esta excelente novela.
Entonces el suelo se separó y
Guadalupe se fue hundiendo en la fisura. Cuando logró moverse, se dirigió a la
escalera. Con la vista perdida en el tapete arrasado por los años deseó, una
vez más huir. Las varillas de latón, que sujetaban la alfombra a los peldaños,
le parecieron los barrotes de una celda. “Huir”, pensaba a cada paso, “huir de
esta casa en la que a nadie le importo”.
Levantó la mirada; en la pared
envejecía un grabado del colegio inglés donde estudiaron los varones Amor; la
finca normanda que su padre describía al recordar su niñez; San Gabriel, la
hacienda por la que tanto lloró; el retrato del abuelo…
Huir. Un mareo la obligó a
sostenerse del pasamanos. Al fin llegó a la planta baja. Vio la escalera que
llevaba al den. Deseó entrar y quedarse un rato en aquel espacio prohibido,
lleno de cuadros y artistas. Pero había tomado una decisión y ya nada la detendría.
Caminó hasta la puerta.
[…]
Apretando los dientes, cerró el
portón.
[…] Miró la fachada. Los recuerdos
le cayeron encima como los confites que ella y sus hermanos fabricaban para las
posadas. Sacudió la cabeza para alejarlos y evitar que la obligaran a
arrepentirse.
[…] Sonriente, echó a andar. A cada
paso sus dudas se disolvían. En la esquina de Abraham González y Lucerna oyó
las campanadas del reloj de la calle Bucareli. Estiró el brazo para detener un
taxi. Antes de darle la dirección memorizada, le dijo al conductor:
-¡Soy libre!
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