Mis novelas

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martes, julio 20, 2021

EL PERÚ DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

Un escritor imprescindible para quienes gustan de las letras latinoamericanas es el peruano José María Arguedas, nacido en 1911 y muerto, por su propia mano, en 1969. Este amante de la cultura y la lengua quechuas legó a la humanidad una obra hermosa, de gran profundidad, que nos permite sumergirnos en el paisaje y la cosmovisión del Perú mestizo, heredero de una de las principales culturas de la América indígena y, como muchas de nuestras sociedades hispanoamericanas, víctima todavía de rezagos coloniales que lastiman a las comunidades que mejor conservan sus valores precolombinos.

Su novela Los ríos profundos, con tintes autobiográficos y una prosa salpicada de palabras en quechua, es un viaje maravilloso a la tierra de este infaltable escritor. Está narrada en la voz de Ernesto, un joven de 14 años que recorre en compañía de su padre una buena parte del territorio peruano, para ingresar a un internado.

Comparto un fragmento de esta muy recomendable novela:

En el valle del Apurímac, durante el viaje que hice con mi padre, tuvimos que alojarnos en una hacienda. El arriero nos guio al tambo, lejos de la gran residencia del patrón. Yo tenía el rostro hinchado a causa del calor y de la picadura de los mosquitos. Pasamos bajo el mirador de la residencia. Aún había sol en las cumbres nevadas; el brillo de esa luz amarillenta y tan lejana parecía reflejarse en los penachos de los cañaverales. Yo tenía el corazón aturdido, febril, excitado por los aguijones de los insectos, por el ruido insignificante de sus alas, y la voz envolvente del gran río. Pero volví los ojos hacia el alto mirador de la casa-hacienda, y vi a una joven delgada, vestida de amarillo, contemplando las negras rocas del precipicio de enfrente. De esas rocas negras, húmedas, colgaban largos cactus cubiertos de salvajina. Aquella noche dormimos entre unas cargas de alfalfa olorosa, cerca de la cuadra de los caballos. Latió mi rostro toda la noche. Sin embargo, pude recordar la expresión indiferente de aquella joven blanca; su melena castaña, sus delgados brazos apoyados en la baranda; y su imagen bella veló toda la noche en mi mente.

La música que oí en la residencia de Patibamba tenía una extraña semejanza con la cabellera, las manos y la actitud de aquella niña. ¿Qué distancia habría entre su mundo y el mío? ¿Acaso la misma que mediaba entre el mirador de cristales en que la vi y el polvo de alfalfa y excremento donde pasé la noche atenaceado por la danza de los insectos carnívoros?

Yo sabía, a pesar de todo, que podía cruzar esa distancia, como una saeta, como un carbón encendido que asciende. La carta que debía escribir para la adorada del Markask’a llegaría a las puertas de ese mundo. “Ahora puedes escoger tus mejores palabras –me dije. ¡Escribirlas!”. No importaba que la carta fuera ajena, quizá era mejor empezar de ese modo. “Alza el vuelo, gavilán ciego, gavilán vagabundo”, exclamé.

Un orgullo nuevo me quemaba. Y como quien entra a un combate empecé a escribir la carta del Markask’a…

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