Un escritor imprescindible para quienes gustan de las
letras latinoamericanas es el peruano José María Arguedas, nacido en 1911 y
muerto, por su propia mano, en 1969. Este amante de la cultura y la lengua
quechuas legó a la humanidad una obra hermosa, de gran profundidad, que nos
permite sumergirnos en el paisaje y la cosmovisión del Perú mestizo, heredero
de una de las principales culturas de la América indígena y, como muchas de
nuestras sociedades hispanoamericanas, víctima todavía de rezagos coloniales que
lastiman a las comunidades que mejor conservan sus valores precolombinos.
Su novela Los ríos profundos, con tintes autobiográficos
y una prosa salpicada de palabras en quechua, es un viaje maravilloso a la
tierra de este infaltable escritor. Está narrada en la voz de Ernesto, un joven
de 14 años que recorre en compañía de su padre una buena parte del territorio
peruano, para ingresar a un internado.
Comparto un fragmento de esta muy recomendable novela:
En el valle del Apurímac, durante
el viaje que hice con mi padre, tuvimos que alojarnos en una hacienda. El
arriero nos guio al tambo, lejos de la gran residencia del patrón. Yo tenía el
rostro hinchado a causa del calor y de la picadura de los mosquitos. Pasamos
bajo el mirador de la residencia. Aún había sol en las cumbres nevadas; el
brillo de esa luz amarillenta y tan lejana parecía reflejarse en los penachos
de los cañaverales. Yo tenía el corazón aturdido, febril, excitado por los
aguijones de los insectos, por el ruido insignificante de sus alas, y la voz
envolvente del gran río. Pero volví los ojos hacia el alto mirador de la
casa-hacienda, y vi a una joven delgada, vestida de amarillo, contemplando las
negras rocas del precipicio de enfrente. De esas rocas negras, húmedas,
colgaban largos cactus cubiertos de salvajina. Aquella noche dormimos entre
unas cargas de alfalfa olorosa, cerca de la cuadra de los caballos. Latió mi
rostro toda la noche. Sin embargo, pude recordar la expresión indiferente de
aquella joven blanca; su melena castaña, sus delgados brazos apoyados en la
baranda; y su imagen bella veló toda la noche en mi mente.
La música que oí en la residencia
de Patibamba tenía una extraña semejanza con la cabellera, las manos y la
actitud de aquella niña. ¿Qué distancia habría entre su mundo y el mío? ¿Acaso
la misma que mediaba entre el mirador de cristales en que la vi y el polvo de
alfalfa y excremento donde pasé la noche atenaceado por la danza de los
insectos carnívoros?
Yo sabía, a pesar de todo, que
podía cruzar esa distancia, como una saeta, como un carbón encendido que
asciende. La carta que debía escribir para la adorada del Markask’a llegaría a
las puertas de ese mundo. “Ahora puedes escoger tus mejores palabras –me dije.
¡Escribirlas!”. No importaba que la carta fuera ajena, quizá era mejor empezar
de ese modo. “Alza el vuelo, gavilán ciego, gavilán vagabundo”, exclamé.
Un orgullo nuevo me quemaba. Y
como quien entra a un combate empecé a escribir la carta del Markask’a…
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