En mis paseos por la
historia, procuro no solamente revisarla sino también revalorar a algunos de
sus actores, unos injustamente minimizados; otros, exageradamente idealizados.
Traeré hoy a esta charla al general Bernardo Reyes, padre de uno de los
escritores más importantes de nuestras letras pero, por sí mismo, un personaje
notable.
Bernardo Reyes Ogazón
nació en Guadalajara en 1849, en el seno de una familia de ideas decididamente
liberales. Su padre, Domingo Reyes, fue el jefe de las guardias nacionales del
Estado bajo el gobierno de Jesús López Portillo en Jalisco.
Siendo Bernardo todavía
un niño, escuchó gritos y balazos en la calle. Curioso, se asomó por el balcón.
Entonces su madre, al tratar de ponerlo a resguardo, cayó herida de bala. Este
hecho marcó para siempre su personalidad.
Cuando contaba apenas
quince años, el joven Bernardo Reyes se unió a las fuerzas republicanas y
estuvo muy cerca del general Ramón Corona, quien sería gobernador de Jalisco y
pieza clave en el ejército de la República que venció al Imperio de
Maximiliano.
Con dichas credenciales,
Reyes pasó a formar parte del primer cuadro de los hombres de Porfirio Díaz,
quien lo envió primero como gobernador interino de Nuevo León y luego lo hizo
ocupar, en 1901, la cartera de Guerra y Marina.
Don Porfirio profesaba
hacia el general Reyes sentimientos contradictorios: por una parte, confiaba en
su excelencia y desempeño y lo admiraba como militar; por otra, recelaba de su
carisma, y su nada oculto deseo de seguir escalando posiciones, sustentada en
el enorme poder de quien tiene en su puño a todas las fuerzas armadas del país.
Por ello, muy al estilo sagaz y desconcertante del Dictador, lo dejó, por una
parte, hacer crecer sus expectativas de convertirse en vice-presidente y, por
otra, intrigó en su contra para evitarlo. Finalmente, el desagrado de don
Porfirio se hizo patente y, en cuanto otorga la Vicepresidencia a Ramón Corral,
envió de nuevo a Reyes a gobernar Nuevo León.
Pero sus partidarios no
quitaron el dedo del renglón y, en 1909, cuando una serie de eventos hicieron
patente que la dictadura de Díaz estaba tocando su fin, los llamados “Clubes
Reyistas” en prácticamente todo el país, trabajaron con pasión por la candidatura
de Reyes para la vicepresidencia, a sabiendas de que su paso a la máxima
investidura era cuestión de meses.
Los reyistas querían una
transición controlada del poder, sin violencia. Sostenían la necesidad de un
gobierno que voltease hacia al pueblo, reconociendo los problemas sociales que
ya eran focos rojos en la nación. Compartían en gran parte la ideología recién
publicada por Madero en su libro, pero preferían que Díaz se reeligiese por
última vez para evitar confrontaciones entre las facciones que el dictador
mantenía bajo su control. Se identificaban portando un clavel rojo en la
solapa.
Sin embargo, el general
Reyes no aceptó encabezar el movimiento organizado a su favor, pues, como
militar que era, se negó a dar un paso sin la anuencia del Presidente, su
superior. Así, la llamada revolución de los claveles rojos no prosperó. Al
quedar acéfalo su partido, buena parte de miembros pasaron a las filas
anti-reeleccionistas de Madero. Otros, quedaron a la expectativa para
participar, en 1913, en el golpe de Estado en contra de Madero y Pino Suárez.
Durante la llamada Decena
Trágica, el general Bernardo Reyes hizo aparición, montado en su caballo,
frente a Palacio Nacional. Allí, abatido por los tiroteos de la madrugada del 9
de febrero, cayó muerto. Ese militar liberal, patriota y fiel a su deber quedó
así, para la Historia Oficial, del lado de los traidores y sólo se le reconoce
el mérito de haber traído al mundo a Alfonso Reyes, su hijo menor, uno de los
escritores más importantes de nuestro país y, no hay duda, de la lengua española.
Nunca sabremos qué habría
pasado si los reyistas, los del clavel rojo, hubieran logrado su objetivo de
llevar a Reyes a la presidencia en un gobierno de transición hacia la
democracia, pero bajo un líder de mano mucho más firme que la de Madero. ¿Se
habría evitado la Revolución Mexicana? Una pregunta que quedará, por siempre,
en el aire…
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