Era un día frío de febrero,
de los que cada vez escasean más en este Valle. Pero esa mañana, en el año de
1848, temblaban como nunca los habitantes de la capital del Estado,
especialmente el gobernador Francisco Modesto de Olaguíbel y los miembros del
Congreso estatal. Menos de treinta años habían transcurrido desde la orgullosa
Declaración de la Independencia Nacional cuando el general Cadwalader del
poderoso ejército norteamericano, instalado desde el 8 de enero en el convento
de San Francisco y el mesón de la Plaza de Zaragoza de la ciudad de Toluca, se
dirigió al gobernador para exigirle que recaudara y le entregara contribuciones
de la población. Con ello evitaría, le amenazó, que su columna de seiscientos
hombres bien armados iniciara hostilidades.
Un mes llevaban estos
soldados allí, en forma supuestamente pacífica; pero las autoridades
mexiquenses desconfiaban; sabían con qué fiereza luchaba aquel ejército, que ya
ocupaba la capital de la República a pesar de las heroicas defensas de
Padierna, Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec. Esos gringos eran salvajes
y sacrílegos, decía la gente de Toluca, se habían atrevido a violar el sagrario
de la Iglesia del Carmen para regar las hostias consagradas por todo el atrio.
Los legisladores expresaban
la necesidad de trasladar los poderes del Estado a un sitio seguro, para
evitar, como afirmó el diputado Tomás Ramón del Moral: “que en lo de adelante
no podamos hacer el más insignificante arreglo sin obtener el previo
beneplácito de esa nación, exclusivamente preocupada de intereses materiales…”.
Se refería, desde luego, a los Estados Unidos.
Diputados y gobernador
coincidían en la premura de tal medida. Se pusieron sobre la mesa los nombres
de varios pueblos y villas. Finalmente se decidió mudar el gobierno a Sultepec,
para alejarlo varios kilómetros de Toluca. El viaje se emprendió de inmediato.
Pero quiso el destino que se
interrumpiera en la primera etapa del camino, en este lugar: Metepec, por
entonces un pueblo tranquilo, dedicado a la agricultura, la alfarería y la
fabricación de sillas con asiento de tule. Pueblo que poco recordaba de su
gloria colonial, cuando fuese Cabecera de Doctrina, y menos del tiempo en que
se erigiera como uno de los poblados principales del Señorío Matlatzinca.
Aquí tuvo efecto, el 7 de
ese mismo febrero de 1848, el relevo de gobernador ante el Congreso, que aceptó
la renuncia de Olaguíbel y nombró a Manuel Gracida gobernador provisional del
Estado.
El pueblo de Metepec se
trastocó: de la noche a la mañana se había convertido en la capital del Estado.
Aunque esto duró solamente hasta el 28 de abril del mismo año, es decir, menos
de cuatro meses, ya nada era lo mismo: había comenzado una carrera sin fin
llamada progreso. Llegaron nuevos habitantes, demandaron mayores servicios, construyeron
modernas edificaciones.
El gobierno estatal miraba
al pueblo con gratitud y decidió oficializarla otorgándole el título de
“Villa”. El 15 de octubre de 1848, cuando la emergencia nacional había pasado
gracias al tratado de Guadalupe Hidalgo, los legisladores Teodoro Riveroll,
diputado presidente y los diputados secretarios José del Villar y Bocanegra y
Simón Guzmán, firmaban el Decreto número 97 del Congreso Local, por cual este
sitio dejaba de ser un pueblo para llamarse “Villa de Metepec” y solicitaban al
nuevo gobernador del Estado, Mariano Arizcorreta, hiciese imprimir, circular y
ejecutar dicho decreto.
El progreso no permitió a la
Villa volver a aletargarse. La población siguió creciendo; la imagen urbana
cambiaba rápidamente pero los servicios que ofrecía el gobierno municipal se
quedaban siempre atrás de los requerimientos de la población. En 1988 se
consiguió un nuevo título y, con él, un mayor presupuesto para Metepec. El
decreto de la legislatura del Estado de México apuntó:
“Se eleva a la categoría
política de Ciudad, a la Villa de Metepec…”
El carro del progreso se
aceleró en Metepec a partir de ese hecho, aparentemente fortuito.
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