Tome
un poco de xocolatl, le tradujo
Malitzin a su amo, Hernán Cortés, mientras una esclava alargaba al teúl el
pocillo de oro lleno de la bebida espumante reservada para grandes ocasiones y
exclusiva de los pipiltzin. El
visitante habría querido esperar a que su anfitrión bebiera primero, precaución
nada descabellada dadas sus intenciones de conquista, pero la intérprete le
indicó que esa bebida era de y para dioses. Cortés, encantado con la confusión
que lo convertía en Quetzalcóatl reencarnado y listo para recuperar su trono,
dio un largo trago y, seguramente, estuvo de acuerdo en que se trataba de un
sabor celestial.
Esa
degustación, de tinte político, sin saberlo ninguno de los involucrados en tal
escena, constituía el primer paso de una de las más grandes revoluciones
gastronómicas del planeta: la difusión del chocolate hacia Europa donde se
convertiría en lujosa delicadeza.
Hay
que decir que los mexicas no eran los pioneros en el consumo de tal delicia.
Las semillas que se utilizaban también como moneda en toda la zona de influencia
del Imperio Azteca, se obtenían de la vaina del árbol llamado Theobroma,
originario de las zonas selváticas del sureste. Eran, pues, un producto que
llegaba al Altiplano gracias al comercio con los mayas.
En
el cargamento de regalos que Cortés envío al emperador Carlos I (más conocido
como Carlos V) para obtener su favor y contrarrestar las acusaciones en su
contra deslumbrándolo con piezas de oro, plata y fina plumería, se contaban unos
granos de cacao e, imaginamos, la receta para preparar la bebida de reyes y
dioses.
El
poderoso monarca, que solía recogerse en monasterios para concentrarse en
asuntos de gobierno, envolviéndose en paz espiritual, dejó en manos de monjes
la preparación de aquella pócima que, se suponía, daba lucidez y fortaleza,
además de ser antídoto de casi cualquier veneno.
En
las santas cocinas se comenzaron a hacer experimentos para dulcificar el sabor
del chocolate. Le agregaron miel y probaron a perfumarlo con especias, sobre
todo canela.
Con
el tiempo, la corte española se aficionó al chocolate tanto como las cortes
virreinales en sus colonias americanas. En Nueva España, el virrey, Marqués de
Mancera, diseñó y mandó fabricar un plato donde la taza encajase perfectamente
para evitar que él y sus cortesanos se mancharan la ropa. Ese nuevo utensilio
se llamó “mancerina”, nombre que derivó en “Marcelina”.
Parece
ser que a Francia, país que se convertiría en uno de los más grandes
consumidores y transformadores del chocolate, llegó este producto gracias al
regio matrimonio entre Ana de Austria (bisnieta de Carlos V) y Louis III. Allí
obtuvo el distintivo de “bebida oficial de la corte” en 1615.
Los
franceses llevaron el portento al resto de Europa. Y fue un suizo, Henri Nestlé,
quien dos siglos más tarde consiguió mezclarlo con leche condensada azucarada,
dando comienzo al famoso chocolate suizo.
Pero
seguía consumiéndose el chocolate solamente en forma líquida hasta que, en
1879, otro suizo, Rodolphe Lindt, consiguió desarrollar la fórmula para que el
chocolate pudiera morderse y ser, a la vez, crocante y cremoso. Gracias a él
las barras de chocolate salvaron de la inanición y la hipotermia a muchos
soldados durante la Segunda Guerra Mundial, décadas más tarde. Y gracias a esta
increíble cadena de acontecimientos, que se antoja una aventura novelesca, el
mundo entero puede hoy disfrutar del chocolate en un sinnúmero de deliciosas
presentaciones.
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