Mis novelas

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jueves, junio 09, 2022

EL CHOCOLATE

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

Tome un poco de xocolatl, le tradujo Malitzin a su amo, Hernán Cortés, mientras una esclava alargaba al teúl el pocillo de oro lleno de la bebida espumante reservada para grandes ocasiones y exclusiva de los pipiltzin. El visitante habría querido esperar a que su anfitrión bebiera primero, precaución nada descabellada dadas sus intenciones de conquista, pero la intérprete le indicó que esa bebida era de y para dioses. Cortés, encantado con la confusión que lo convertía en Quetzalcóatl reencarnado y listo para recuperar su trono, dio un largo trago y, seguramente, estuvo de acuerdo en que se trataba de un sabor celestial.

Esa degustación, de tinte político, sin saberlo ninguno de los involucrados en tal escena, constituía el primer paso de una de las más grandes revoluciones gastronómicas del planeta: la difusión del chocolate hacia Europa donde se convertiría en lujosa delicadeza.

Hay que decir que los mexicas no eran los pioneros en el consumo de tal delicia. Las semillas que se utilizaban también como moneda en toda la zona de influencia del Imperio Azteca, se obtenían de la vaina del árbol llamado Theobroma, originario de las zonas selváticas del sureste. Eran, pues, un producto que llegaba al Altiplano gracias al comercio con los mayas.

En el cargamento de regalos que Cortés envío al emperador Carlos I (más conocido como Carlos V) para obtener su favor y contrarrestar las acusaciones en su contra deslumbrándolo con piezas de oro, plata y fina plumería, se contaban unos granos de cacao e, imaginamos, la receta para preparar la bebida de reyes y dioses.

El poderoso monarca, que solía recogerse en monasterios para concentrarse en asuntos de gobierno, envolviéndose en paz espiritual, dejó en manos de monjes la preparación de aquella pócima que, se suponía, daba lucidez y fortaleza, además de ser antídoto de casi cualquier veneno.

En las santas cocinas se comenzaron a hacer experimentos para dulcificar el sabor del chocolate. Le agregaron miel y probaron a perfumarlo con especias, sobre todo canela.

Con el tiempo, la corte española se aficionó al chocolate tanto como las cortes virreinales en sus colonias americanas. En Nueva España, el virrey, Marqués de Mancera, diseñó y mandó fabricar un plato donde la taza encajase perfectamente para evitar que él y sus cortesanos se mancharan la ropa. Ese nuevo utensilio se llamó “mancerina”, nombre que derivó en “Marcelina”.

Parece ser que a Francia, país que se convertiría en uno de los más grandes consumidores y transformadores del chocolate, llegó este producto gracias al regio matrimonio entre Ana de Austria (bisnieta de Carlos V) y Louis III. Allí obtuvo el distintivo de “bebida oficial de la corte” en 1615.

Los franceses llevaron el portento al resto de Europa. Y fue un suizo, Henri Nestlé, quien dos siglos más tarde consiguió mezclarlo con leche condensada azucarada, dando comienzo al famoso chocolate suizo.

Pero seguía consumiéndose el chocolate solamente en forma líquida hasta que, en 1879, otro suizo, Rodolphe Lindt, consiguió desarrollar la fórmula para que el chocolate pudiera morderse y ser, a la vez, crocante y cremoso. Gracias a él las barras de chocolate salvaron de la inanición y la hipotermia a muchos soldados durante la Segunda Guerra Mundial, décadas más tarde. Y gracias a esta increíble cadena de acontecimientos, que se antoja una aventura novelesca, el mundo entero puede hoy disfrutar del chocolate en un sinnúmero de deliciosas presentaciones.

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