En la literatura, como en
toda expresión artística, el medio ambiente en que se desarrolla un creador
determina en gran parte el tono y temas de su obra. Las letras chilenas no son
excepción a esta regla. El clima frío, el viento silbante, la amenaza continua
de la naturaleza y su innegable hermosura, son influencias definitivas en la
poesía y en la prosa de esa tierra llamada el fin del mundo.
Son muchos los autores
chilenos que han trascendido los imponentes Andes. Nombres familiares para
todos, como los galardonados con el Nobel: Pablo Neruda (de quien hablábamos la
semana pasada) y Gabriela Mistral, o la millonaria best seller Isabel Allende, pero también son cuantiosos –y de semejante
excelencia— otros que, quizá, no nos resulten tan identificables.
Uno de mis autores favoritos
entre los sureños es Francisco Coloane, nacido en un palafito de Quemchi, en la
provincia de Chiloé. Su madre era campesina y su padre, ballenero. Antes de
dedicarse por completo a la literatura, Francisco tuvo los empleos más
diversos, comenzando por ser pastor de ovejas en las estepas de la Patagonia.
En sus letras se plasman con una belleza conmovedora esos campos de pastoreo,
el mar embravecido, el viento y la vida aventurada y constantemente amenazada
de los habitantes del extremo sur.
En el libro “Los pasos del
hombre”, Coloane describe así su terruño:
La vida de esta región está
regulada por el flujo y reflujo oceánico que viene desde los cuernos de la luna
y de los que habrá más allá de los astros, y por las lluvias esparcidas con
toda la rosa de los vientos. Llueve allá de mil formas, con cerrazones bramando
huracanadas, copiosos llantos celestiales que traspasan el corazón de los vivos
en comunicación con sus muertos, que reposan bajo los cementerios de conchales.
A veces lágrimas de animales del agua, mitológicos unos, reales otros, brotan
como chisguetazos violentos desde las soterradas holoturias hasta los puños
tempestuosos bajando del cielo. <<El Diablo está peleando con su mujer>>,
se oye decir en los rústicos fogones campesinos. <<Están meando el cielo
y la tierra>>, replica el último viejo que se ha salvado del último
naufragio. Los altos alerces conservan en su savia el ir y venir de tres mil años
de llanto. El mañío acústico les repite en sus tinglados y los muermos
floridos, en la suprema inteligencia de la miel de abejas.
A veces por cuarenta noches
y cuarenta días arrecian los diluvios. No se sabe quién llora más ni quién
llora menos. Se realiza la unidad de las cosas del cielo y de la tierra, y de
los peces, pájaros, bestias del agua, en el barro los cuchivilus, los traucos en
la floresta, los camahuetos en los barrancos, las viudas volanderas, los millalobos,
hombres, brujos, demonios de muchas orejas y colas. Así nacimos los chilotes y
así morimos, encerrados en nuestra escafandra cósmica, regulada por las luces y
las sombras de los cielos a los abismos. Un mal día o una aciaga noche entran
por las bocanas del océano las grandes olas de un maremoto y nos descuajan con escafandra
y todo, dejándonos como un astronauta sobre el ramaje de un coigüe.
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