Dada la cercanía del Día del Padre, comparto con ustedes
esta reflexión: Poco frecuente es que a un padre brillante lo suceda un hijo
igual de capaz en la misma rama del quehacer humano. El famoso fenómeno de los
“juniors”, esos hijitos que pasan la vida como parásitos, suele ser, por
desgracia, más común. Sin embargo, hay suficientes excepciones a esta regla
para llenar de esperanza a padres exitosos que se esfuerzan para que sus
vástagos aprendan de su buen desempeño.
Tal fue el caso de dos gobernantes de nuestro país en el
lejano siglo XVI, cuando todavía éramos una colonia del Imperio español. Me
refiero a dos virreyes: Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, conocido como
“Velasco el Viejo” y Luis de Velasco y Castilla, a quien se puso el mote de
“Velasco el Mozo”.
La historia del padre es una trayectoria de trabajo y dedicación.
Comenzó a servir al emperador Carlos V a los 14 años, convirtiéndose poco a
poco en un buen militar y hombre de confianza del soberano, quien lo fue
asignando a puestos en que requería gente leal y honesta que lo informara con
veracidad. Pasó así por ser veedor y capitán general de las Guardias de España,
encargado de abastecer a los tercios y virrey del Reino de Navarra. Tras su
segunda viudez, contrajo matrimonio con doña Ana de Castilla, mujer de estirpe
ilustre y buena fortuna.
Cuando llegó el momento de sustituir al primer virrey de
la Nueva España, don Antonio de Mendoza, el emperador puso sus ojos de
inmediato en ese buen servidor que había demostrado sus dotes: don Luis de
Velasco, y lo envió allende el océano con el encargo de poner en su lugar a los
encomenderos que estaban abusando de los naturales y darle noticias confiables,
pues le llegaban de América chismes e intrigas contradictorios.
Velasco el Viejo realizó una buena labor durante su
gobierno, de 1550 a 1564. Trató de ayudar a los nativos, frente a los abusos de
los mineros, liberó esclavos ilegales, abolió la encomienda, realizó
innumerables obras públicas. Inauguró la Real y Pontificia Universidad de
México y fomentó las exploraciones hacia el océano Pacífico y la Florida, donde
fundó los primeros asentamientos españoles.
Le tocó enfrentar la primera gran inundación de la Ciudad
de México, en 1558. Y, por supuesto, procuró las mejores alianzas matrimoniales
para sus hijos, entre ellos la de Luis, a quien casó con María de Ircio y
Mendoza, descendiente del primer virrey don Antonio.
Dejó, pues, a su hijo Velasco el Mozo con la mesa bien
puesta. Pero este joven no se durmió en sus laureles, sino que aprovechó ese
capital político, social y financiero para convertirse en un fuerte candidato a
virrey, nombrado por el rey Felipe II, otro hijo exitoso de padre notable, que
lo había probado con un puesto de embajador en Florencia.
Asumió el cargo de virrey de la Nueva España, por primera
vez, en 1590. Como su padre, se preocupó por las condiciones de los indígenas,
especialmente los trabajadores de las minas. Viendo que las arcas virreinales
requerían más fondos, buscó nuevas fuentes de riqueza y abrió las antiguas
fábricas de sayales y paños. Fomentó las congregaciones, para integrar a los
indios que permanecían dispersos en las sierras. Y uno de sus temas de atención
principales fue la conquista y pacificación de los territorios chichimecas del poniente
del país.
Cinco años más tarde, fue enviado a encabezar el
virreinato del Perú, donde gobernó de 1595 a 1604. Pero como los problemas se
multiplicaban en Nueva España, el rey decidió regresarlo para que, otra vez,
pusiera orden en nuestro territorio.
Durante su segundo mandato, de 1604 a 1607 comenzó las
obras de desagüe de la Ciudad de México, que continuaba inundándose, sofocó una
insurrección de esclavos negros y financió más exploraciones.
Como premio a su buen desempeño en las colonias, el rey
Felipe III le pidió presidir el Consejo de Indias y lo nombró marqués de
Salinas del Río Pisuerga.
Un caso de gran padre y gran hijo digno de ser recordado.
Si te gusta la historia de este tiempo, lee mi novela De
estirpe guerrera, publicada por Textofilia Ediciones.
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