Chile ha dado al mundo
grandes plumas; es la cuna de autoras inmortales como Gabriela Mistral, María
Luisa Bombal o la contemporánea Marcela Serrano. Por supuesto, no se puede
hablar de autores chilenos sin detenerse, necesariamente, en el enorme poeta
Pablo Neruda, cuyo verdadero nombre era Neftalí Reyes, nacido en la localidad
chilena de Parral en 1904. Pero no sólo poesía escribió este vate; nos legó, en
sus memorias tituladas “Confieso que he vivido”, el testimonio de una vida
llena de experiencias, viajes, militancia, goces y sinsabores, publicada
después de su muerte acaecida en 1973. Dicha obra constituye una delicia para
el lector.
No podía faltar en esas memorias
el retrato de su patria, del variado paisaje chileno que lo inspiró, como a
tantos otros grandes autores. Comparto aquí este fragmento:
En
Chile no hay elefantes ni camellos. Pero comprendo que resulte enigmático un
país que nace en el helado Polo Sur y llega hasta los salares y desiertos donde
no llueve hace un siglo. Esos desiertos tuve que recorrerlos durante años como
senador electo por los habitantes de aquellas soledades, como representante de
innumerables trabajadores del salitre y del cobre que nunca usaron cuello ni
corbata.
Entrar
en aquellas planicies, enfrenarse a aquellos arenales, es entrar en la luna.
Esa especie de planeta vacío guarda la gran riqueza de mi país, pero es preciso
sacar de la tierra seca y de los montes de piedra, el abono blanco y el mineral
colorado. En pocos sitios del mundo la vida es tan dura y al par tan
desprovista de todo halago para vivirla. Cuesta indecibles sacrificios
transportar el agua, conservar una planta que dé la flor más humilde, criar un
perro, un conejo, un cerdo.
Yo
procedo del otro extremo de la república. Nací en tierras verdes, de grandes
arboledas selváticas. Tuve una infancia de lluvia y nieve. El hecho solo de
enfrentarme a aquel desierto lunar significaba un vuelco en mi existencia.
Representar en el parlamento a aquellos hombres, a su aislamiento, a sus
tierras titánicas, era también una difícil empresa. La tierra desnuda, sin una
sola hierba, sin una gota de agua, es un secreto inmenso y huraño. Bajo los
bosques, junto a los ríos, todo le habla al ser humano. El desierto, en cambio,
es incomunicativo. Yo no entendía su idioma, es decir, su silencio.
En otra parte de “Confieso
que he vivido”, describe, al hablar de su viaje al exilio forzoso, este paisaje:
La
montaña andina tiene pasos desconocidos, utilizados antiguamente por contrabandistas,
tan hostiles y difíciles que los guardias rurales no se preocupan ya de
custodiarlos. […] La selva andina austral está poblada por grandes árboles
apartados el uno del otro. Son gigantescos alerces y maitines, luego tepas y
coníferas. Los raulíes asombran por su espesor. Me detuve a medir uno. Era del
diámetro de un caballo. Por arriba no se ve el cielo. Por abajo las hojas han
caído durante siglos formando una capa de humus donde se hunden los cascos de las
cabalgaduras. En una marcha silenciosa cruzábamos aquella gran catedral de la
salvaje naturaleza.
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