De las madres se puede
hablar eternamente, afirma uno de los más grandes autores que
engendró el siglo de oro de la literatura rusa, Máximo Gorki, al iniciar un
cuento de una crudeza espeluznante: La
madre del traidor. En ese relato terrible, el escritor narra, en pocas
páginas, la desgracia de una ciudad del medievo italiano, provocada por la
traición de uno de sus habitantes que se pasa al bando contrario, provocando
muerte y desolación entre sus antiguos vecinos.
Gracias
a la talentosa pluma de Gorki, se retrata con realismo el momento en que
Marianna, madre del traidor, recibe, sin ser reconocida, la maldición de boca
de otra madre que llora sobre el cadáver de su hijo. Entonces, dice el cuento: Tapado el rostro, Marianna se alejó; a la
mañana siguiente se presentó a los defensores de la ciudad y les dijo:
--Matadme,
ya que mi hijo se ha convertido en enemigo vuestro, o abridme las puertas de la
ciudad; iré a donde está él.
--Tú
eres un ser humano –le respondieron—, y la Patria debe ser preciada para ti; tu
hijo es tan enemigo tuyo como de cada uno de nosotros.
--Yo
soy madre, le quiero y me considero culpable de que él haya llegado a ser lo
que es hoy.
El
lector no imagina –como tampoco lo hicieron los defensores de esa ciudad— el
descarnado desenlace de la historia, en que la madre asesina a su vástago y
luego se suicida.
Asumir
de tal forma la culpa por los errores de los hijos, es, en cualquier parte, en
el pasado y siempre, una de las facetas innegables de la maternidad, como
también lo es –y de ello se ocupó asimismo este gran escritor en su conocida
novela de largo aliento, La madre—, enorgullecerse de los logros y buenas
acciones de los seres que traemos al mundo.
En
la novela en cuestión, Pelagia es la madre del líder obrero que provoca la
manifestación del 1º. De mayo, antecedente de la Revolución Rusa. Ella encarna
a la mujer del pueblo, ignorante, golpeada por un marido alcohólico,
permanentemente temerosa. Gracias a las ideas revolucionarias y a los amigos de
su hijo, no sólo aprende a leer y se interesa por el movimiento, sino que se
convierte, de manera simbólica, en madre de todos y en la valerosa colaboradora
que hace llegar la propaganda a las fábricas y el campo. Al final muere
también, a golpes propinados por un agente zarista.
Esas
madres idealizadas, trágicas y casi santas, son el fruto de la orfandad
temprana de Máximo Gorki, quien, habiendo perdido al padre cuando tenía sólo
cuatro años de edad, tuvo que soportar, junto con su progenitora, el ambiente
infernal de la casa de los abuelos maternos. Vivió allí lo que él mismo
calificó como una vida espesa,
abigarrada, indescriptiblemente extraña. La recuerdo como un cuento terrible,
bien relatado por un genio bueno, pero de una veracidad torturante... La casa
del abuelo estaba llena del abrasador humo de la mutua inquina que se tenían
todos.
La madre de Gorki (cuyo
verdadero nombre era Aleksei Peshkov) falleció también pocos años más tarde,
cuando el muchacho tenía diez años. Entonces el abuelo lo echó de casa y tuvo
que ganarse la vida con los oficios más humildes. De esa existencia dura, llena
de peligros y privaciones, surgieron personajes y situaciones que, gracias a su
enorme talento, lo convertirían en una de las plumas inmortales de todos los
tiempos.
No dejen de acercarse,
amigos, a estas madres literarias, son lecturas imprescindibles.
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