Así como la mayor dulzura y cantidad de jugo de una
naranja dependerá en gran parte del clima y las características del suelo en
que esté sembrado el árbol del que nace, los frutos surgidos de la creatividad humana
tienen, sin duda, el sello del lugar en que sus autores nacen y se desarrollan.
Quiero referirme hoy a este fenómeno en el caso de la
novela rusa, un universo literario tan extenso y poblado como el enorme
territorio que fue antaño el Imperio de los zares, más tarde la confederación
conocida como URSS y hoy, el país nada pequeño que es Rusia al que, en aras de
agrupar la producción artística, sumaríamos algunos de sus vecinos, antaño
repúblicas confederadas.
Leer a las grandes plumas de la tradición rusa, desde
Pushkin y Chejov hasta Solzhenitsyn, deteniéndose por fuerza en los grandes
realistas: Gorki, Gógol, Tostoi, Dosteyevski, Turgueniev y en simbolistas como
Pasternak, es, para un escritor, acercarse a algunos de los mejores maestros en
la construcción psicológica de personajes, en el dominio de lenguajes
narrativos que envuelven al lector con su música y su fuerza, como si se
sumergiera y nadase en mar abierto.
Esa lectura constituye la experiencia vital de
adentrarse a la cultura eslava, a un mundo lejano, donde sobrevivir cada
invierno helado ha sido un reto permanente. El carácter eslavo se esculpe a
fuerza de cincel sobre hielo y se prepara para veranos cortos pero agobiantes.
Los embates de la naturaleza, la escasez de alimentos, se suman a las
dificultades sociales y políticas por las que ha transcurrido la historia de
aquellos países. Como describió Víctor Hugo al hablar de la retirada del
ejército napoleónico: “A una llanura blanca le sucede otra llanura blanca”, así
son grandes extensiones de territorio. Leemos en La hija del capitán, de Pushkin y en Doctor Zhivago de Pasternak, el valor de un buen abrigo, de unas
papas debidamente conservadas para comer en invierno el de un atado de leña
seca para avivar el fuego y no morir congelados. En las obras de Solzhenitsyn,
el rigor de los campos de trabajo de las islas siberianas. Pero también nos
sorprende el calor sofocante del verano y lo insalubre de dicha estación en San
Petesburgo, como lo perciben los personajes de Dostoyevski.
Y a esos extremos se suma la permanente zozobra: ¿son
los hunos y mongoles, las tropas de Napoleón, los alemanes de Bismark o los
nazis de Hitler los que amenazan esas tierras? ¿Los bolcheviques, los blancos o
los rojos? La paz ha sido un estado tan esporádico en aquellos países como los
días templados de la ansiada primavera.
No es gratuita, pues, la profunda sensibilidad de esos
pueblos en donde los artistas alcanzan niveles de excelencia casi perfecta.
Músicos como Tchaikovsky o Korsakov, bailarines como Ana Pavlova, Nureyev o
Baryshnikov además de los escritores que menciono, son la prueba de esa
sensibilidad y talento.
No dejen pasar más tiempo, amigos, acérquense a las
grandes obras de la literatura, la música, el arte de los rusos.
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