El caos en que la
pandemia sumió al sistema educativo podría servirnos para reflexionar, para
hacer mejoras de fondo en esa actividad fundamental para el desarrollo de las
nuevas generaciones y, por ende, para un mejor futuro de la sociedad.
Se dice que hay dos
cosas que no se pueden ocultar: el amor y el dinero. Y es bien cierto, aunque
varios de los afortunados traten de esconder estos dones, quizás por ser el
dinero mal habido o el amor en cuestión, de los que llaman prohibidos.
No es aventurado inferir
el postulado opuesto: tampoco se puede ocultar cuando uno y otro escasean o, de
plano, brillan por su ausencia. Es
decir, se nota cuando hay miserias y cuando hay desamor. Y, justamente, a la
educación le han hecho mucha falta, desde hace décadas, esos dos elementos:
amor y dinero, recursos y espíritu… es bien notorio.
Del dinero hay poco qué
decir. Es de una lógica aplastante pensar que si se destina un mayor porcentaje
de fondos a este rubro, habrá más y mejores escuelas, más maestros y mejor
pagados, recursos para darles capacitación continua, mejores sistemas de
supervisión. Becas para alumnos sobresalientes. En efecto, si las fuentes de
financiamiento no fuesen limitadas, administrar sería una actividad siempre
gozosa. Pero hay muchas necesidades, todos lo sabemos, y hay que quitar de un
lado para llevar a otro. Qué tal, se me ocurre, bajar el gasto de publicidad
del gobierno, las “autoporras”, y dedicarlo a la educación. Seguramente se
estaría sembrando en vez de tirar.
Pero voy a hablar de mi
tema favorito: el amor. En la educación falta mucho amor, y sin él, aunque se
tuvieran todos los recursos financieros en la mano, ocurre, como dice San Pablo
en su bella carta a los corintios, “si me falta el amor, no soy más que bronce
que resuena y campana que toca”.
Tal carencia de
espíritu, de poner el alma en tan importante asunto, se nota en programas
educativos acartonados, muchos de ellos arrastrados de un ayer muy lejano y,
otros, más inspirados por cuestiones políticas que por verdaderos deseos de
enseñanza.
Hay que ver a esos
héroes de la historia que no consiguen salir de la estampita, que no pueden ser
vistos como seres humanos, menos volverse entrañables para los estudiantes. Y
qué me dicen de las lecturas que resultan vacuna infalible contra la
literatura, o de esos poemas empalagosos declamados al estilo del siglo XVIII… Purgas
antipedagógicas que alejan a los niños y jóvenes del amor a los libros, al
saber, a sus raíces. Los convierten en tierra fértil para los valores
aculturizantes: los hacen futuros desdeñadores de lo nuestro para irse de
bruces tras la cultura de la televisión y el consumismo. Nuevos integrantes del
ejército de analfabetas funcionales. Quizás, si no desertan antes, se unirán a
los grupos de manifestantes, porque no consiguieron aprobar el examen de
admisión a los planteles de educación superior… y puedo seguir por este camino
del pesimismo, pero no quiero sonar patética.
Vuelvo al deseo de que
en la educación se note el amor a los educandos y a lo nuestro, amén de a los
valores esenciales: la Verdad, la Belleza y el Bien. ¿Cómo? Primero, en los programas: deben
contemplar, además de las ciencias, encaminadas a la verdad universal, un lugar
importante para historia y cultura locales. Sólo conociendo lo nuestro
comprenderán los alumnos qué significa el Bien, lo bueno, desde la cosmovisión
de su comunidad. Habrá sitio para el fomento a la creatividad y al arte, que
van hacia la Belleza.
En suma, la formación,
la educación se planearía para que cuerpo, mente y espíritu se desarrollaran al
unísono y adquirieran esa ambición inacabable de saber, así como el amor a la
cultura y valores de la propia comunidad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario