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miércoles, septiembre 08, 2021

LA EDUCACIÓN EN MÉXICO

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

El caos en que la pandemia sumió al sistema educativo podría servirnos para reflexionar, para hacer mejoras de fondo en esa actividad fundamental para el desarrollo de las nuevas generaciones y, por ende, para un mejor futuro de la sociedad.

Se dice que hay dos cosas que no se pueden ocultar: el amor y el dinero. Y es bien cierto, aunque varios de los afortunados traten de esconder estos dones, quizás por ser el dinero mal habido o el amor en cuestión, de los que llaman prohibidos.

No es aventurado inferir el postulado opuesto: tampoco se puede ocultar cuando uno y otro escasean o, de plano, brillan por su ausencia.  Es decir, se nota cuando hay miserias y cuando hay desamor. Y, justamente, a la educación le han hecho mucha falta, desde hace décadas, esos dos elementos: amor y dinero, recursos y espíritu… es bien notorio.

Del dinero hay poco qué decir. Es de una lógica aplastante pensar que si se destina un mayor porcentaje de fondos a este rubro, habrá más y mejores escuelas, más maestros y mejor pagados, recursos para darles capacitación continua, mejores sistemas de supervisión. Becas para alumnos sobresalientes. En efecto, si las fuentes de financiamiento no fuesen limitadas, administrar sería una actividad siempre gozosa. Pero hay muchas necesidades, todos lo sabemos, y hay que quitar de un lado para llevar a otro. Qué tal, se me ocurre, bajar el gasto de publicidad del gobierno, las “autoporras”, y dedicarlo a la educación. Seguramente se estaría sembrando en vez de tirar.

Pero voy a hablar de mi tema favorito: el amor. En la educación falta mucho amor, y sin él, aunque se tuvieran todos los recursos financieros en la mano, ocurre, como dice San Pablo en su bella carta a los corintios, “si me falta el amor, no soy más que bronce que resuena y campana que toca”.

Tal carencia de espíritu, de poner el alma en tan importante asunto, se nota en programas educativos acartonados, muchos de ellos arrastrados de un ayer muy lejano y, otros, más inspirados por cuestiones políticas que por verdaderos deseos de enseñanza. 

Hay que ver a esos héroes de la historia que no consiguen salir de la estampita, que no pueden ser vistos como seres humanos, menos volverse entrañables para los estudiantes. Y qué me dicen de las lecturas que resultan vacuna infalible contra la literatura, o de esos poemas empalagosos declamados al estilo del siglo XVIII… Purgas antipedagógicas que alejan a los niños y jóvenes del amor a los libros, al saber, a sus raíces. Los convierten en tierra fértil para los valores aculturizantes: los hacen futuros desdeñadores de lo nuestro para irse de bruces tras la cultura de la televisión y el consumismo. Nuevos integrantes del ejército de analfabetas funcionales. Quizás, si no desertan antes, se unirán a los grupos de manifestantes, porque no consiguieron aprobar el examen de admisión a los planteles de educación superior… y puedo seguir por este camino del pesimismo, pero no quiero sonar patética.

Vuelvo al deseo de que en la educación se note el amor a los educandos y a lo nuestro, amén de a los valores esenciales: la Verdad, la Belleza y el Bien.  ¿Cómo? Primero, en los programas: deben contemplar, además de las ciencias, encaminadas a la verdad universal, un lugar importante para historia y cultura locales. Sólo conociendo lo nuestro comprenderán los alumnos qué significa el Bien, lo bueno, desde la cosmovisión de su comunidad. Habrá sitio para el fomento a la creatividad y al arte, que van hacia la Belleza.

En suma, la formación, la educación se planearía para que cuerpo, mente y espíritu se desarrollaran al unísono y adquirieran esa ambición inacabable de saber, así como el amor a la cultura y valores de la propia comunidad.

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