Nuestro
país no ha sido pionero en cuestión de reconocimiento de los derechos de las
mujeres, ni en el campo de las leyes ni en el de las prácticas sociales.
Recorrer el camino de la historia es, en ese sentido, un recorrido por la
injusticia y, por ende, una historia de retos permanentes para quienes han
luchado por revertir esa tendencia. Aquéllas reconocidas por la historia como
heroínas de la Patria, han vencido los obstáculos que, para la mayoría, impedían
el desarrollo.
Por
las noticias que tenemos de tiempos anteriores a la Conquista, podría pensarse
que las mujeres indígenas vivían, quizás, en mejor situación: la cosmovisión
que partía del indispensable principio dual aun para las deidades, permitía
que, si bien las funciones se dividían de acuerdo a los géneros, no se viera al
femenino como inferior, sino como un complemento igual e indispensable para la
vida.
Parece
pues, la discriminación de la mujer nos llega de allende el Océano, con la
cultura occidental de raíz judeo-cristiana, patriarcal y machista. Los soldados
españoles se encargaron de hacer de las mujeres de los vencidos objetos usados
para saciar sus apetitos carnales y para ser atendidos en sus necesidades de
alimentación y limpieza.
De
aquel periodo oscuro para el género femenino, rescatamos a unas cuantas
mujeres, que pueden contarse con los dedos de una sola mano: la astuta
Malitzin, lengua de Cortés, quien consiguió hacer notar sus capacidades, pero
nunca pudo –ni siquiera intentó— dejar de ser la esclava que el Capitán usó en
cuerpo y espíritu para sus fines. Un
siglo más tarde, la historia de Sor Juana Inés de la Cruz hace patente la
situación de la mujer por entonces: a pesar de su insaciable deseo de saber, no
le era posible acudir a la Universidad. Por no poseer dote (es decir, por no
ser económicamente atractiva), no se le arregló un matrimonio conveniente.
Encontró, como único refugio para su desarrollo intelectual un convento y, aún
allí y a pesar de su renombre que alcanzaba las altas esferas del poder, fue
sometida por la jerarquía católica, en manos, claro (y todavía en este siglo
XXI), sólo de varones.
Hacia
principios del siglo XIX, cuando la Colonia se acercaba a su fin, la llegada de
las ideas de la Ilustración francesa iluminó también la esperanza de algunas
mujeres, aquéllas con suficientes recursos y facilidades para acceder a ellas:
algunas criollas vanguardistas. Entre ellas, dos heroínas de nuestra
Independencia: Josefa Ortiz de Domínguez y Leona Vicario. ¿Qué trabas vencieron
estas mujeres valientes? En primer lugar, a la más grande enemiga del
desarrollo del ser humano: la ignorancia. Tanto Josefa como Leona tuvieron la
enorme ventaja de acercarse a los libros, llenarse de lecturas importantes que,
además podían comentar con sus respectivos esposos: el Corregidor Miguel
Domínguez y el jurisconsulto Andrés Quintana Roo, en el caso de Leona. Ambas
acudieron a grupos de intelectuales que se reunían para encontrar la forma de
llevar estas ideas ilustradas a la acción social y política. Desde luego, no
consiguieron esas activistas políticas, madres de la Independencia de nuestro país,
ni atisbar siquiera el día en que sus derechos en esa esfera fueran reconocidos
por la ley.
Para
dedicarse a tales cuestiones, estas mujeres, madres de familia, contaban con
una posición que les permitía estar apoyadas por servicio doméstico, es decir,
no debían atender personalmente a sus hijos. Pero no gozaban de esos
privilegios todas sus contemporáneas. La mayoría era analfabeta y pocos maridos
tomaban en cuenta la opinión de sus mujeres o les permitían externarla delante
de extraños. Además, el grueso de la población femenina trabajaba arduamente en
el hogar, atendiendo docenas de criaturas y soportando embarazos y partos con
pésima atención médica. Muchas morían en esos trances.
La
ignorancia, la insalubridad y el acatamiento absoluto de la autoridad masculina
(muchas veces subrayado con violencia física y/o psicológica), era el común
denominador de las mujeres novohispanas y lo siguió siendo durante el México
independiente del siglo XIX.
El
gobierno porfirista se ocupó en fundar escuelas para las mujeres: hubo en todo
el país, como aquí en el Estado de México, normales para señoritas y escuelas
de enfermería. Llegaron a nuestro país, a invitación de la esposa del
presidente, órdenes de educadoras francesas, católicas, que fundaron escuelas
como el Sagrado Corazón y el Colegio Francés. Por primera vez se permitió a una
mujer: Matilde Montoya, cursar la carrera de Medicina en la Universidad y
surgieron algunos talentos como la poeta Laura Méndez, Rosa del Valle o la
música Guadalupe Olmedo.
Sin
embargo, la idea arraigadísima de que el único lugar adecuado y “decente” para
las mujeres era el hogar, seguía prevaleciendo aun entre los intelectuales. Además,
dada la estructura piramidal de la sociedad de ese tiempo, las mujeres que se
encontraban en la base del triángulo, las que habitaban las casuchas de los
peones de las haciendas y, a veces, trabajaban en la “casa grande” de las
mismas, o las mujeres de los trabajadores de las minas, los ferrocarriles o las
fábricas, padecían las peores condiciones de vida: pobreza extrema,
insalubridad, ignorancia absoluta, violencia intrafamiliar e, incluso, por
parte de los patrones que se sentían con derecho a abusar de cualquiera que
viviera dentro de los límites de su territorio. En las haciendas se daban
prácticas tan arcaicas como el “derecho de pernada”, donde el patrón tenía
prioridad para desvirgar a la recién casada antes que el propio novio.
Al
surgir el movimiento revolucionario, muchas mujeres siguieron a sus hombres en
“la bola”. No podían quedarse esperando en las casuchas de las haciendas, expuestas
al hambre y a la venganza del patrón. Así pues, nace la mítica figura de las
soldaderas, “las adelitas”, mujeres que temían más a la soledad que a las
balas.
También
entre la elite social y cultural hicieron aparición las mujeres contestatarias:
Antonieta Rivas Mercado, Nahui Ollín, Pita Amor o Frida Kahlo, por nombrar
algunas de las más representativas, estaban en el escaparate mostrando al mundo
que no había campo ajeno a la capacidad femenina.
Pero
eran la minoría. El machismo, matizado, un poco debilitado, pero todavía vivo,
siguió reinando en el México post revolucionario. La desigualdad de hecho, en
todos los campos, era una realidad innegable. Los obstáculos legales a la
participación del género en política se erguían como una muralla infranqueable.
Fue hasta mucho después, en 1953, cuando se reconoció el derecho de voto a las
mujeres.
Si
embargo… ¿qué decir de este tiempo, pleno siglo XXI, en que los feminicidios
ocupan uno de los primeros lugares en la lista de lo peor de nuestra sociedad?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario