Hasta hace unos años,
pocos lectores fuera de Brasil habían oído siquiera el nombre de una de las más
grandes autoras latinoamericanas: Clarice Lispector.
Esta escritora, nacida
en Ucrania en 1920, al seno de una familia judía practicante, se crio en Brasil
y utilizó siempre la lengua portuguesa en su obra.
Su estilo, ajeno por completo al realismo mágico de los autores del boom latinoamericano, ha hecho que se le compare con James Joyce, con Virginia Woolf o con William Faulkner, a pesar de que alguna vez confesó no haber leído a Joyce, si bien comparte con esos autores rasgos y obsesiones.
Mi querido maestro
Miguel Cossío Woodward, ferviente admirador confeso de Clarice, expresa en su
prólogo a Cuentos reunidos de esta autora: Su literatura es antesala y
motivo del encuentro consigo misma y con la alteridad; es imagen y posibilidad
de diálogo con el enigma recóndito del otro, extraño e inaccesible y, quizás,
con el misterio sin nombre que se ignora e intuye. En todo cuanto escribió está
la misma angustia existencial, similar búsqueda de la identidad femenina y, más
adentro, de su condición plena de ser humano. […] Sus novelas se detienen en la
visión sorprendida de un momento o una situación aparentemente sencilla y
donde, sin embargo, se desencadenan en tropel las voces de una fuga infinita.
[…] Leer a Clarice es, por lo tanto, encontrarse con ella. Desnudar su palabra,
compartir una sensualidad casi física, entrar en el cuerpo de una obra que
vibra y chispea, algo así como hacer el amor, que es deseo, sexo y deceso.
En su temprano lecho
de muerte, en 1977, esta autora atormentada escribió: “Muero y renazco. Incluso
yo ya morí la muerte de otros. Pero ahora muero de embriaguez de vida […] Mi
futuro es la noche oscura”.
Esa idea de nacimiento en las tinieblas, la había desarrollado magistralmente en su novela La manzana en la oscuridad, de la que comparto una probada:
Pero ésa era una noche
de muchas lecciones. Es necesario tener paciencia, a veces una noche es larga.
Es que en las
tinieblas los pájaros habían sentido la acidez del alba y, mucho antes de que
ésta rayase para las personas, ellos la respiraban y empezaban a despertar.
Había un pájaro, especialmente, que poco faltó para que volviera loco a Martim.
Era uno que llamaba a su compañera en la oscuridad; con paciencia y con calma,
llamaba, llamaba. Hasta que la cosa fue creciendo hasta el punto de que Martim
dio un salto y abrió la ventana de golpe. En la ventana abierta fue recibido
por el silencio súbito del pájaro. Más con la nariz que con los ojos, el hombre
comprendió que la oscuridad no era estable y que el pájaro ya estaba viviendo una
madrugada que para él, Martim, aún era el futuro. Esto vagamente le pareció un
poco simbólico y satisfactorio. Volvió y se acostó otra vez. Y otra vez el
pajarito paciente volvió a empezar. El tranquilo canto del llamado llevó al
hombre a un paroxismo: se tapó los oídos.
Pero al taparse los
oídos, no oía al pajarito.
Sólo entonces
comprendió que en realidad ansiaba oírlo. Parece que muchas veces se ama tanto
una cosa que, por decirlo así, se intenta negarla, y otras veces es el rostro
amado el que más nos apena. Y Martim, que tanto buscaba explicaciones para su
crimen, pensó entonces si no habría huido del mundo por un amor que él no había
podido tolerar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario