Víctima de la salvaje costumbre –que ya sería hora de
erradicar— de “tronar cohetes” y, entre más sonoros, mejor, me cuesta un poco
concentrarme para compartir con ustedes el origen y lo hermoso de las fiestas
en honor de San Miguel Arcángel.
Este ser celestial, cuyo nombre en hebreo significa
“¿quién como Dios?”, aparece como una devoción extendida en muchas religiones y
un ser mítico de particular importancia en la historia de varias culturas, que
coinciden en considerarlo el jefe de los ejércitos celestiales y el vencedor de
Luzbel o Lucifer, el demonio.
En el judaísmo y la tradición rabínica, se le reconoce
como el protector del pueblo de Israel y amparador de las sinagogas. También la
iglesia católica lo considera su protector, mientras que para el Islam tiene el
segundo lugar después de Gabriel.
Algunas iglesias protestantes le dan un significado aún
mayor, equiparándolo con Jesucristo.
Aquí y allá, se cuentan sus diversas apariciones, tanto
para informar de los designios divinos como para ayudar a los humanos a vencer
al Maligno. Y rara vez lo veremos desprovisto de su portentosa espada.
Desde luego, en la Nueva España los evangelizadores
aprovecharon muy bien al arcángel guerrero para atraer a los naturales. Y les
vino como anillo al dedo para suplantar a Quetzalcóatl, la deidad multifacética
emplumada (como las alas de Miguel), que los protegería de otros ídolos
diabólicos.
Aquí en Malinalco, centro iniciático de los guerreros de
élite, donde el templo principal, el Cuauhcalli, se relacionaba con ese dios
águila y serpiente a la vez, la fiesta del 29 de septiembre, dedicada a San
Miguel, es tan importante como la del 6 de agosto, la del Divino Salvador.
El elemento más bello y entrañable de esta fiesta son las
cruces de pericón, hechas con ramos de esa pequeña flor amarilla, de intenso
tono parecido a la de cempasúchil, cuyo nombre autóctono es flor de Yautli; se
le llama también hierba de san Juan o flor de pericón.
El uso de esta flor se desprende del relato de la batalla
entre san Miguel y Satanás, en un campo florido, que los frailes contaran a los
indígenas. Una vez que el arcángel venció a su oponente, erradicó las tinieblas
de ese campo que relució como si las flores tuvieran luz propia.
Las cruces de pericón se colocan en las puertas de las
casas para evitar que el demonio que se suelta, dicen, la noche del 28, entre a
los hogares.
El pueblo se engalana con esas cruces de flores frescas
que le dan un aspecto bellísimo. Yo, por supuesto, las he colocado… no sea que
venga el chamuco a plagiarme algún texto, aprovechando que estoy atarantada por
el ruido de los cohetes.
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