Hay
personajes que parecen salir de los libros, tomar vida y volverse
inmortales. Esos, los llamados
personajes emblemáticos, que todos conocemos aunque hayamos olvidado a qué obra
pertenecen y quién fue su autor.
Quizás
el más claro ejemplo de este fenómeno sean los caracteres creados por
Shakespeare, el dramaturgo inglés universal, que concibió seres eternos como
Romeo y Julieta, Otelo, Hamlet o Macbeth.
Todo
autor aspira a trascender de esa manera, marcando para siempre la cultura del
género humano. Son los grandes, los gigantes de la literatura.
Entre
estos genios de la pluma, hoy quiero referirme a un autor francés, creador, por
ejemplo, de Quasimodo, el jorobado de Nuestra Señora de París, y de Cosette,
Marius y Jean Valjean, los entrañables héroes de Los Miserables.
Se
trata, desde luego de Victor-Marie Hugo, conocido solamente como Víctor Hugo,
un verdadero fenómeno de la creación literaria, un súper hombre de la pluma que
nos legó una obra tan vasta, que se dice que un lector asiduo tardaría unos diez
años en leer las obras completas de este autor, incluyendo los millares de
cartas, apuntes, artículos y, desde luego, su obra dramática, poesía y novelas.
A los catorce años decidió convertirse en escritor, en un gran escritor, y
anotó: seré un Chateaubriand o nada. Y fue sin duda mucho más que ese
modelo.
Pareciera –nos dice Mario Vargas
Llosa en su libro La tentación de lo imposible— que la vida de alguien que
generó toneladas de papel borroneadas de tinta fuera la de un monje laborioso y
sedentario, confinado los días y los años en su escritorio… Pero no, lo
extraordinario es que Víctor Hugo hizo en la vida casi tantas cosas como las
que su imaginación y su palabra fantasearan, pues tuvo una de las más ricas y
aventureras existencias de su tiempo.
Entre estas aventuras de que habla Vargas Llosa sobresalen desde luego
los asuntos amorosos, para los que tenía una energía inacabable. Tuvo una
esposa, Adèle, y una amante perenne, Juliette Drouet. Pero además de ellas,
encontraba la manera de seducir diariamente a mujeres de todas edades y
condiciones sociales.
La
política, como podrán imaginar, fue también uno de sus campos de acción. En él
pasó de ser el más ardiente bonapartista, pasión heredada por su padre que
fuese general napoleónico y él mismo, en la adolescencia, paje de José
Bonaparte, al más feroz detractor de Napoleón III, a quien llamó Napoleón el
pequeño, en el panfleto político donde convocaba al pueblo a un levantamiento
armado en contra del dictador. Desde luego, esto le costó caro: su familia fue
encarcelada y él vivió en el exilio hasta la proclamación de la República.
Y
también se ocupaba de política internacional. Admiraba a Benito Juárez, pero no
aprobó su decisión de hacer ejecutar a Maximiliano de Habsburgo, y le dirigió
una carta pidiéndole clemencia en estos términos:
Escuchadme, ciudadano presidente de la república de
México. Acabáis de enterrar las monarquías bajo la democracia. Habéis
demostrado vuestro poder; ahora enseñadles vuestra clemencia. Después del rayo,
que vean la aurora…
Sin
embargo, la decisión de Juárez estaba tomada y no hizo caso a esta petición de
clemencia ni a ninguna otra. Entre los hubiera quedará la otra historia
posible.
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