Unos
lo confesamos… otros no. Pero reside en
la naturaleza humana una atracción, una fascinación por esos personajes, sean
reales o de ficción, que encarnan el Mal, que triunfan guiados por malos instintos
y acciones reprobables… esos que comúnmente conocemos como “villanos”. Tales
“rufianes de la historia”, “malos de la película”, encarnan los instintos que
nosotros reprimimos; por eso nos gustan.
La
historia, escrita por los vencedores, tiende a “villanizar” a sus enemigos.
Exagera sus defectos y omite sus cualidades y logros. Crea imágenes deformadas
que aceptaremos sin replicar si no tenemos un sentido crítico, un escepticismo
siempre alerta y la convicción de que nadie puede ser totalmente malo, ni
completamente bueno; todos tenemos muchas facetas que dan cabida a claroscuros
y contradicciones.
Pero
hay algo seguro: aquellos que, en algún momento logran destacar, tienen,
necesariamente, una dosis de genialidad; en ella reside su magnetismo.
Uno
de mis villanos históricos favoritos es el rey Herodes, quien reinó en Judea
poco más de treinta años, bajo el yugo romano y coincidió, según la historia
sagrada, con el nacimiento de Jesús de Nazaret.
Lo
que todos hemos oído sobre este rey es que era muy poderoso, que recibió en su
palacio a los Reyes Magos y que mandó matar a todos los niños del reino, para
acabar con la posibilidad de que el Mesías lo destronara.
Las
tres afirmaciones son más mito que realidad: era muy poderoso, en efecto, pero
dependía del poder mucho mayor del Imperio romano. La historia de los Reyes
magos es legendaria: no hay ninguna prueba de su existencia ni de su viaje en
pos del recién nacido señalado por la estrella.
Y de la llamada matanza de los inocentes tampoco hay prueba alguna, ni
documental ni arqueológica, más que la consignada en los Evangelios.
Cuenta
el historiador Flavio Josefo que Herodes padeció una larga y dolorosa agonía,
sumido la mayor parte del tiempo en una demencia atormentada por los fantasmas
de muchas de sus víctimas, principalmente la de su segunda esposa, Mariamne, la
mujer que amó con toda su alma, pero que también, junto con su primogénito,
mandó ejecutar. En medio de aquellos dolores físicos y emocionales, cambiaba su
testamento todos los días. En uno de ellos, hizo asentar que a su muerte debían
ejecutar a los primogénitos de todas las casas de judíos nobles, esos que nunca
lo aceptaron por ser idumeo (que en nuestro lenguaje sería como ser medio
naco), para que nadie estuviera alegre durante sus funerales, que en todas las
casas se rasgaran las vestiduras y se echaran ceniza sobre la cabeza.
Pero
tan terrible instrucción no fue obedecida por sus herederos; por el contrario,
en señal de buen comienzo, Arquelao, su hijo, mandó liberar a todos esos jóvenes
nobles que estaban ya prisioneros. Eso sí, organizaron para el difunto los más
fastuosos funerales de que se tuviera noticia.
Sabemos,
pues, de sus fechorías. En cambio, son poco conocidas las virtudes de Herodes
el Grande: las primeras, su genio militar y político. Además, su obsesión por
las construcciones, logrando edificaciones monumentales, de gran mérito técnico
y artístico. Poco queda de estos portentos de la arquitectura, pues unos años
después, los romanos arrasaron con Judea para aplacar los levantamientos. Pero
hay ruinas que dan fe del talento de Herodes y sus constructores: el puerto de Cesárea,
provisto de unos muelles sostenidos por columnas de concreto sumergido en el
mar; la ciudad de Sebaste, de estilo romano; su fastuoso palacio en Jerusalén.
El templo de Salomón, reconstruido y engrandecido; la fortaleza de Masada, en
medio del desierto, dotada de un sistema de recolección y almacenamiento de
aguas pluviales, capaz de mantener abastecidos a todos sus ocupantes durante
cincuenta días, sin recibir ni una gota más, por lo que pudo ser el último
reducto de los judíos ante el embate romano, setenta años después. Y, por
supuesto, el castillo-fortaleza de Herodión, donde hace pocos años el
arqueólogo israelí Ehud Netzer encontró los restos de su tumba: un mausoleo que
contiene en el interior, los fragmentos de un sarcófago de dos metros y medio
de largo, fabricado en piedra rosa y con incrustaciones de bronce. La tumba ha
sido profanada, saqueada y destruida al igual que su memoria, quizás varias
veces en el transcurso de estos dos mil años.
Los
invito, amigos, a conocer un poco más de este personaje y sus familiares, especialmente
de su hijo, Herodes Antipas, envuelto en los vuelos de mi imaginación, a través
de la novela El pez de alabastro, que está estrenando nueva edición bajo el
sello español Libros Áltera, pero está disponible para nuestro país por medio
de las tiendas que todo lo venden a través de internet, ya sea en formato
tradicional o en libro electrónico.
Soy
Bertha Balestra, estoy triste y angustiada por la guerra que acaba de estallar
en esos territorios que, de tanto estudiarlos, siento un poco míos. Espero que
pronto se llegue a la paz en la tierra considerada santa por gran parte de la
humanidad.
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