Mis novelas

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viernes, enero 12, 2024

CARLOS DE SIGÜENZA Y GÓNGORA UN HÉROE CULTURAL DEL VIRREINATO

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

Cuando pensamos en la literatura mexicana del periodo colonial solemos limitarnos a mencionar a Sor Juana Inés de la Cruz, la llamada Décima Musa, cuya genialidad, diversidad de conocimientos e intereses, se presentan a veces sin considerar el contexto, la época y a otras figuras contemporáneas de la célebre monja.

Hoy quiero referirme a un personaje fascinante, contemporáneo y amigo personal de Sor Juana: el escritor, catedrático, científico y capellán del Hospital del Amor de Dios, don Carlos de Sigüenza y Góngora.

Hijo de un maestro de la corte española, y emparentado con el poeta culterano Luis de Góngora, Carlos nació en la Ciudad de México en 1645. Recibió su primera educación en casa, junto con sus siete hermanos, de manos de su padre. Después ingresó colegio jesuita de Tepotzotlán para iniciar sus estudios religiosos, los mismos que continuó en Puebla. En 1667 fue expulsado de la orden por indisciplina. Regresó a la Ciudad de México e ingresó a la Universidad Real y Pontificia. En 1672 asumió el cargo de catedrático de astrología y matemáticas. Ocupó esa cátedra durante 20 años, realizando contribuciones notables, mientras desempeñaba simultáneamente el cargo de capellán del Hospital del Amor de Dios.

En 1681 Sigüenza escribió el libro Manifiesto filosófico contra los cometas, en que trataba de calmar el temor supersticioso que provocaba en la gente este fenómeno cósmico. El jesuita Eusebio Kino criticó fuertemente este texto desde un punto de vista aristotélico-tomista, pero, lejos de intimidarse, Sigüenza respondió publicando su obra Libra astronómica y philosóphica (1690), donde fundamentaba rigurosamente sus argumentos sobre los cometas según los conocimientos científicos más actualizados de su tiempo; citando autores como Copérnico, Galileo, Descartes y Kepler.

Imaginen cuánto tenían en común este hombre y su amiga Juana de Asbaje, con quien pasaba horas intercambiando saberes y sinsabores en el claustro de San Jerónimo. Ambos con profundos conocimientos y diversos intereses; los dos, atacados por la cerrazón, la envidia y el autoritarismo de jerarcas de la iglesia.

Las intensas lluvias de 1691 anegaron los campos y amenazaron con inundar la ciudad, y una plaga, consecuencia de toda esa humedad, consumió los trigales. Sigüenza utilizó un aparato precursor del microscopio para descubrir que la causa de la plaga era el Chiahuiztli, un insecto semejante a la pulga. Como consecuencia de este desastre, hubo al año siguiente una severa escasez de alimentos que provocó un motín popular. Las multitudes saquearon los comercios de los españoles y provocaron incendios en los edificios del gobierno. Sigüenza logró rescatar del incendio la biblioteca de la ciudad, salvándola de una gran pérdida.

Como cosmógrafo real de la Nueva España trazó mapas hidrológicos del Valle de México. En 1693 fue enviado por el virrey como acompañante del almirante Andrés de Pez en un viaje de exploración al norte del Golfo de México y en especial a la península de Florida, donde trazó mapas de la bahía de Pensacola y de la desembocadura del río Misisipi. Probablemente esta experiencia inspiró su novela de aventuras marinas Los infortunios de Alonso Ramírez. Aunque se pensaba que ese libro era una pura ficción, algunos historiadores modernos han ofrecido pruebas documentales que constatan que Los infortunios no es ficción sino un relato autobiográfico, recogido por Sigüenza y Góngora de voz del propio protagonista. En él se narra la vida azarosa de un portorriqueño de ese tiempo, quien fue cautivo de piratas ingleses.

En sus últimos años, Sigüenza y Góngora dedicó mucho tiempo a coleccionar material para una historia del México antiguo. Desafortunadamente, la muerte prematura interrumpió este trabajo que no fue retomado hasta siglos después, cuando la conciencia criolla se había desarrollado lo suficiente para interesarse en la identidad de su nación.

Al morir donó su valiosa biblioteca con más de 518 libros al Colegio Jesuita y ordenó que su cuerpo fuera entregado a la medicina, para que se encontrara la cura contra el mal que provocó su muerte.

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