La necesaria atención a los derechos de los grupos
llamados minoritarios (que ya no lo son tanto), es uno de los temas más
frecuentes de estos días. Por ello es interesante remitirse a una de las
novelas más atrevidas, en su momento, de la literatura latinoamericana.
Se trata de El lugar sin límites, obra indispensable del
chileno José Donoso. Ambientada en una pequeña población llamada la Estación de
El Olivo, narra la vida de algunos de sus pobladores, dentro y alrededor del
burdel del pueblo.
Con pluma exquisita, Donoso define a los personajes
típicos del ambiente: un cacique empeñado en mantener al pueblo en el atraso,
para su beneficio económico; la dueña del burdel protegida por él, su hija,
excelente administradora; Pancho, dedicado a hacer fletes en su camión, quien
tiene una relación de atracción/odio por la estrella del burdel, la Manuela,
una transgénero. Él/ella es el personaje central de la novela y está descrita
con una maestría conmovedora y un gran valor de este autor para tratar el tema
en 1966.
El argumento es tan aplicable a cualquier pueblo de la
América Latina, que, una década después, Arturo Ripstein la adaptó a la
realidad mexicana y la llevó a la pantalla grande.
En mi opinión, una de las raras ocasiones en que la
versión cinematográfica no desmerece ante la novela. Hay que resaltar la
actuación de Roberto Cobo en el papel de la Manuela, especialmente en una
escena hacia el final de la película, donde baila flamenco para Pancho,
personificado por Gonzalo Vega.
Esta escena es también estelar en la novela de Donoso.
Comparto un fragmento de ella:
El achurado regular, el
ordenamiento que situaba al caserío de murallones derruidos, la tendalera de
este lugar que las viñas iban a borrar –y esta casa, este pequeño punto donde
ellos, juntos, golpeaban la noche como una roca: la Manuela con su vestido
incandescente en el centro tiene que divertirlos y matarles el tiempo peligroso
y vivo que quería engullirlos, la Manuela enloquecida en la pista: aplaudan.
Marcan el ritmo con sus tacos en el suelo de tierra, palmotean las mesas rengas
donde vacilan los chonchones. La Cloty cambia el disco.
Pancho, de pronto, se ha callado
mirando a la Manuela. A eso que baila allí en el centro, ajado, enloquecido,
con la respiración arrítmica, todo cuencas, oquedades, sombras quebradas, eso
que se va a morir a pesar de las exclamaciones que lanza, eso increíblemente
asqueroso y que increíblemente es fiesta; eso esta bailando para él, él sabe
que desea tocarlo y acariciarlo, desea que ese retorcerse no sea sólo allá en
el centro sino contra su piel, y Pancho se deja mirar y acariciar desde allá…
el viejo maricón que baila para él y él se deja bailar y que ya no da risa
porque es como si él, también, estuviera anhelando. Que Octavio no sepa. No se
dé cuenta. Que nadie se dé cuenta.
Así sugiere Donoso lo que antes se negaba y que todos
sabemos: es muchas veces la inclinación, el deseo, lo que provoca el rechazo a
lo que la mente y la sociedad han encasillado como prohibido, como sucio… El
maestro chileno de la pluma trata también, en esta novela, la terrible realidad
de la violencia contra personas como la Manuela, así como el miedo permanente
en que viven.
Les recomiendo mucho este libro y, una vez que lo hayan
leído, vean la película de Ripstein, ambas obras valen mucho la pena.
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