Puede que tengan razón quienes niegan la mano del
destino, la buena o mala estrella con que nacen personas o lugares… pero la
historia de Haití hace reflexionar al más escéptico.
Haití, ubicada en la isla de Santo Domingo, llamada La Española
por Cristóbal Colón, es puerta de entrada al continente americano. Por su
geografía, rodeada del transparente Caribe, con playas de arena blanca y suave
y encantadoras selvas tropicales, debería ser un sitio cercano a la idea de
paraíso. Sin embargo, la suerte no ha distinguido a este rincón
latinoamericano.
El primer asentamiento fundado por el propio Colón, en
1492, fue bautizado como La Navidad. Se trataba de un pequeño fuerte construido
con los despojos de su nave La Santa María, que encalló en la isla. Ahí dejó el
almirante a 39 españoles y siguió su viaje. Cuando volvió, casi 10 años más
tarde, habían sido ultimados por los nativos.
De ahí en adelante la muerte, principalmente debida a las
enfermedades traídas por los europeos, además de luchas, crueldades y el asedio
de los piratas, ultimó a la población indígena que pasó, de unos dos millones
de habitantes, a solo 60,000.
Para España la isla perdió atractivo pues no se encontró
en ella ningún yacimiento de metales preciosos como en el continente, desde
Nueva España hasta el Perú. Semi abandonada por los españoles, empezaron a
llegar colonos franceses. En 1697, España cede a Francia la parte occidental de
la isla que, desde entonces, se denominó Saint Domingue. Estos colonos galos
habían encontrado una fuente de riqueza distinta a los metales: el azúcar que
tanto apreciaban.
Proliferaron las plantaciones de caña y, para trabajar en
ellas, la importación inhumana de esclavos negros.
Con el tiempo, las grandes potencias de la época:
Francia, España e Inglaterra, reconocieron el valor estratégico de las islas
caribeñas y no dejaron de disputarse –a veces por la vía diplomática y, muchas
otras, por medio de las armas— el dominio de esos preciados territorios.
Hacia finales del siglo XVIII, las ideas ilustradas, el
triunfo de la independencia de las 13 colonias de América del Norte y de la
Revolución francesa, incidieron en el clima de la colonia francesa, donde la
injusta organización social constituía el campo fértil para la rebelión.
Consciente de la importancia de conservar su isla caribeña,
Napoleón Bonaparte envió, en 1802, un contingente de 24,000 hombres a apagar
los focos de rebeldía. Estaban comandados por el general Leclerc, casado con
Paulina Bonaparte (quien por cierto, acompaña a su esposo al largo viaje). Leclerc
murió de fiebre amarilla y Paulina volvió a Europa. Como consecuencia, en 1804
los haitianos, auxiliados por Gran Bretaña, declararon su independencia.
Hasta aquí parecería una historia feliz: era el primer país
independiente de América Latina. Sin embargo, las cosas no fueron tan gratas
como suenan: los líderes de la revolución, antiguos esclavos, convirtieron el
país en su coto personal de poder y resultaron más tiránicos que los propios
gobernantes coloniales. El primero de ellos, de apellido Dessalines, se
autoproclamó emperador de Haití bajo el nombre de Jacques I. Lo sucedió Henri
Christophe, autonombrado rey Henri I, quien se hizo construir seis castillos,
ocho palacios y la fortaleza Laferrière, una de las maravillas de la época.
Bajo tales gobiernos despóticos y sin sentido, los
embates de la naturaleza que prodiga terremotos y huracanes sin tregua a la
isla, además de la falta de apoyo de los Estados Unidos, que se negaron a
reconocer a un país gobernado por esclavos negros, y las luchas continuas
contra las autoridades españolas de Santo Domingo y de Cuba, Haití no ha pasado
nunca de ser el más pobre y ninguneado de los países latinoamericanos.
Sobre el tiempo y los personajes de la independencia
haitiana, les recomiendo ampliamente un clásico de las letras: la novela El
reino de este mundo, de Alejo Carpentier.
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