Allá
en el siglo XVI, cuando nuestro país era colonia del imperio español, uno de
los peores dolores de cabeza del famoso Carlos V (I de España) y su hijo Felipe
II, “en cuyos dominios no se ponía el sol”, lo constituía otro gran monarca,
que gobernaba un imperio tan extenso como el de los Habsburgo: me refiero a
Suleimán o Solimán, apodado El Magnífico, quien aspiraba a convertir el mar
Mediterráneo en un lago de su imperio otomano.
Suleimán
nació en 1494. Era hijo del sultán Selim I y de la bella Aisha, hija del kan de
Crimea. Al ser el único hijo varón de la pareja, no tuvo que seguir la cruel
tradición turca de asesinar a sus hermanos y sobrinos para eliminar la
competencia por el trono. Así que envuelto en ese halo pacífico que hacía dudar
a sus súbditos de la fuerza que albergaba, accedió al poder en 1520.
Poco
tardó en demostrar su capacidad de gobierno, sus pocos escrúpulos ante la
violencia cuando le parecía necesaria y, sobre todo, su ambición expansionista
que lo hizo ampliar sus fronteras en tres direcciones principales: hacia el
corazón de la Europa cristiana, en las fronteras del Imperio de los Habsburgo;
hacia el imperio persa chiíta en el este; y, desde luego, por todo el
Mediterráneo.
Aprovechando
que la atención del emperador Carlos V estaba concentrada en el enfrentamiento
con Francisco I de Francia, Suleimán conquistó Belgrado (1521), venció en la batalla
de Mohács (1526), tomó Budapest (1529). Puso sitio a Viena (1529), se anexionó
la mayor parte del territorio húngaro (1547) y sometió al Imperio alemán al
pago de un tributo.
En
1555 logró la paz de Amasia con los persas, que azotaban sus fronteras asiáticas.
Es
legendaria la historia de su tercera esposa, Roxelana o Hurrem, una esclava
ucraniana de enorme inteligencia y voluntad de quien se decía que había
embrujado al sultán y era quien realmente gobernaba a través de él. También es
tristemente célebre la muerte de su heredero, Mustafá, ordenada por el propio
Suleimán, quien creyó los rumores de que el hijo intentaba darle golpe de
estado.
Este
hombre genial como conquistador, que gobernó con mano dura y bajo cuyo gobierno
se construyeron algunos de los más hermosos templos y palacios de Turquía,
tenía una inclinación no tan conocida: la poesía. Inspirado por Hurrem escribió
cientos de poemas y cartas de amor para ella. Comparto estos versos dedicados a
ella:
Trono
de mi mihrab solitario, mi bien, mi amor, mi luna.
Mi
amiga más sincera, mi confidente, mi propia existencia, mi sultana, mi único
amor.
La
más bella de las bellas...
Mi primavera,
mi amada de cara alegre, mi luz del día, mi corazón, mi hoja risueña...
Mi
flor, mi dulce, mi rosa, la única que no me turba en este mundo...
Mi
Estambul, mi Caraman, la tierra de mi Anatolia
Mi
Badakhshan, mi Bagdad y mi Khorasan
Mi
mujer de hermosos cabellos, mi amada de ceja curvada, mi amada de ojos
peligrosos...
Cantaré
tus virtudes siempre
Yo,
el amante de corazón atormentado, Muhibbi con los ojos desbordados de lágrimas,
yo soy feliz.
Y
más tarde, cuando Hurrem murió de cáncer, el sultán escribió:
Languidezco en la
montaña del pesar
Donde suspiro y gimo
día y noche
Preguntándome qué
destino me aguarda
Ahora que mi amada se
ha ido.
Les
recomiendo la serie El sultán, sobre la vida de este grande. Una excelente
producción para la televisión turca, traducida al español, que bien vale la
pena.
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