Un
gobernante cuyo legado no deja de impresionar es el legendario Pedro I de
Rusia, mejor conocido como Pedro el Grande, quien puso a su enorme reino en
boca de sus contemporáneos europeos e hizo temblar tanto a los reyes del viejo continente
como al Sultán turco y, desde luego, entre los nobles rusos llamados boyardos,
a los más conservadores que lo consideraban un loco hiper activo.
La
biografía de este grande, enorme en tamaño físico pero más en capacidades,
sorprende por la forma en que él convertía cada revés en oportunidad de oro
para aprender de cualquier tema y sumar tales conocimientos al objetivo
principal de su vida: hacer de Rusia una potencia moderna, superior a todas las
de su época.
Confinado,
junto con su madre, a un exilio campestre durante la niñez, disfrutó el
contacto con la naturaleza, la lejanía de las pesadas exigencias de la corte y
aprendió el manejo de todo tipo de armas. Se dice que a los 10 años era capaz
de disparar un cañón.
Durante
ese periodo de preparación en que su media hermana, Sofía, gobernaba en nombre
de Pedro y su hermano Iván, tuvo contacto con extranjeros que marcaron su
ambición de saber: el holandés Franz Zimmerman, quien le enseñó a utilizar el
aeródromo, por entonces tecnología de punta, y lo introdujo en conocimientos de
navegación que le hicieron soñar con el mar y sus infinitas posibilidades. Tuvo
en ese tiempo gran contacto con alemanes, que modernizaron tempranamente su
forma de ver la vida.
Tales
influencias ayudaron a alguien que había nacido con una inteligencia superior y
una voluntad a prueba de todo. Así pues, cuando se presentó la coyuntura para
hacerse del trono, lo consiguió con relativa facilidad, poniendo a su media
hermana en un monasterio y tuvo siempre clemencia hacia Iván, cuya mente era
sumamente débil.
Desde
el primer momento su gobierno tuvo objetivos claros: hacer de Rusia una nación
fuerte, moderna, poderosa y extensa. Para ello estaba dispuesto a echar mano de
todos sus recursos materiales y el esfuerzo de cada uno de los millones de
súbditos con que contaba, tanto nobles como siervos. Comenzó con emprender un
viaje hacia la Europa Occidental, viajando “de incógnito” con una comparsa de
solamente 250 acompañantes. Regresó a Rusia cargado de ideas: de Holanda, la
posibilidad de establecer una ciudad entre marismas gracias a los diques, así
como la necesidad urgente de construir una flota que le diera poderío en el
mar. De Francia, los palacios que deben ser morada de aquellos a quienes Dios
elige para ser monarcas. De Italia, la necesidad de rodearse de belleza y la
conveniencia de tener como aliado al poder eclesiástico. Estas sutilezas
echaron raíces en madera rusa, que las combinó con la manía de hacer todo a lo
grande, y también con cierto salvajismo que no mataron las exquisiteces cortesanas
y que ponía a Pedro al frente de ejércitos, de carpinteros y albañiles, de
médicos y aún de verdugos.
El
resultado: la expansión de Rusia desde el mar Báltico hasta el mar Negro; la
victoria sobre suecos, turcos y polacos. Y para nuestro solaz, la fundación de
una nueva capital: San Petesburgo, con los canales, puentes y palacios que
todavía nos dejan con la boca abierta.
Hace
algunos años tuve la oportunidad invaluable de conocer esa ciudad maravillosa.
Allí uno no puede más que admirar a ese gobernante, su visión, su capacidad de
trabajo y agradecerle por legar a la humanidad tanta belleza.
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