Una de las
mayores inquietudes de las mujeres es la dificultad de combinar la vida de
pareja y madre con la vocación. Aún en este siglo XXI pocas lo consiguen. Pero
hay en nuestra historia, precisamente entre los llamados héroes de la
Independencia, una mujer que desafió a su entorno para entregarse a esas dos
pasiones: el amor y el seguimiento de sus ideales, compartidos con su pareja.
Se trata de doña
Leona Vicario, nombre que para muchos tiene relación solamente con el de alguna
calle, sin saber quién fue y cuáles los méritos de esta valerosa mujer a quien
el destino ligó por un tiempo a nuestro Estado.
Al seno de una
familia criolla y acomodada de fines del siglo XVIII, nació en la capital de la
Nueva España una niña de ojos grandes y facciones pequeñas, a quien bautizaron
con el kilométrico nombre de María de la Soledad Leona Camila Vicario Fernández
de San Salvador. A muy temprana edad,
Leona quedaría huérfana de padre y madre, permaneciendo bajo la custodia de su
tío, el abogado Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, hombre conservador,
fiel a la corona por profunda convicción y, claro, por convenir a sus negocios.
Al despacho de
don Pomposo, seguramente instalado dentro o al lado de su casa, llegó a
trabajar como pasante un joven inteligente, nada feo y, como buen yucateco, muy
romántico: Andrés Quintana Roo. Desde el momento en que se vieron, Leona y
Andrés quedaron flechados. A pesar de la estrecha vigilancia sobre la
jovencita, los enamorados encontraron la forma de hablarse, enviarse notas,
comentar ideas y lecturas ilustradas que el joven conseguía con sus colegas de
la Real y Pontificia Universidad de Nueva España. En cuanto se tituló de
abogado, Quintana Roo pidió la mano de Leona, pero el tío, sabedor de las ideas
revolucionarias de su empleado, se la negó rotundamente y prohibió a la sobrina
tener relación con él, redoblando la vigilancia sobre ella.
El amante
destrozado salió de la capital para unirse al ejército insurgente. Leona encontró
siempre la forma de mantener correspondencia con él y servirle de espía en los
altos círculos de la ciudad. Además, se unió al grupo secreto llamado Los
Guadalupes, afines al movimiento independiente.
Cuando el tío
descubrió las andanzas de su pupila, la encerró en el convento de Belén de las
Mochas. Pero no contaba con la bravura y decisión dignas de su nombre, y Leona,
disfrazada de negra vendedora de pulque, huyó a lomo de asno, para ir a
reunirse con Andrés en el mineral de Tlalpujahua, donde éste se encontraba, al
servicio de Ignacio López Rayón. El comandante los casó y los jóvenes vivieron
juntos la zozobra de la guerra, durmiendo en cuevas y participando en batallas.
Quintana Roo
presidió después la Asamblea Constituyente, misma que formuló la declaración de
Independencia de nuestra nación.
Más tarde, la
pareja sufrió una fuerte decepción por la ambición imperial de Iturbide al
triunfo de la Independencia, y se retiró a vivir a Toluca, donde Leona y Andrés
se dedicaron al periodismo y las actividades intelectuales.
Derivado del
ardor ideológico que expresaban sin temor en sus diarios, allá por 1830
Quintana Roo y su esposa se enemistaron con Anastasio Bustamante y con Lucas
Alamán, cayendo en desgracia a los ojos de los poderosos que no consiguieron
cambiar sus ideas ni sus principios, pero sí, evitar que se difundieran a gran
escala.
Finalmente, doña
Leona falleció algunos años antes que su compañero, en 1842, en la Ciudad de
México.
Mi reconocimiento
a doña Leona Vicario: una mujer que hizo honor a su nombre y pone muy en alto
el valor femenino.
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