El
hombre razonable se adapta al mundo; el irrazonable intenta adaptar el mundo a
sí mismo. Así pues, el progreso depende del hombre irrazonable.
Esta
irónica frase es parte del legado de un escritor irlandés, George Bernard Shaw,
quien obtuvo, en 1925, el Nobel de Literatura.
Shaw
pertenecía a una familia de la burguesía protestante irlandesa, con muy
limitados recursos. Por ello George empezó a trabajar a los dieciséis años, lo
que lo obligó a terminar su formación de manera autodidacta. Cuando sus padres
se separaron fue a vivir a Londres con sus hermanas y su madre, que era
profesora de música (1876). En los años siguientes trabajó como periodista y
crítico teatral y de música para diversos periódicos, al tiempo que publicaba
novelas por entregas, si bien sin éxito; sus ingresos eran muy parcos, por lo
que vivió en una relativa penuria.
Tras
entrar en contacto con la obra de Marx, se hizo socialista (1884) y pasó a
formar parte de la Sociedad Fabiana, contraria al empleo de métodos
revolucionarios para la transformación de la sociedad. La doctrina marxista se
convirtió a partir de entonces en el principal referente de la brillante y
ácida crítica social lo mismo de sus artículos que de sus obras literarias.
En
1895, Shaw comenzó a trabajar como crítico teatral del periódico Saturday
Review, lo cual fue el primer paso hacia la carrera de dramaturgo. Cándida,
su primera obra exitosa, se estrenó ese mismo año. Le siguieron, entre otras, La
disciplina del Diablo, Las armas y el hombre, La profesión de Mrs. Warren,
El hombre y Superman, César y Cleopatra y Pigmaleón, por la que en 1938
obtuvo el Óscar al mejor guion adaptado.
My
fair lady (Mi Bella Dama), que ha sido un gran éxito tanto en el
teatro como en el cine, expresa una de sus principales obsesiones: las
incoherencias en la escritura de la lengua inglesa. Ese asunto le preocupaba a
tal grado que en su testamento destinó una parte de sus bienes a la creación de
un nuevo alfabeto fonético para el inglés. El proyecto nunca pudo comenzar,
pues los bienes monetarios que Shaw dejó no eran suficientes. Sin embargo, con
las regalías obtenidas por los derechos de Pigmalión y My Fair Lady, sus
herederos desarrollaron el denominado alfabeto Shaviano.
En
su vejez conoció a una monja benedictina, sor Laurentia McLachlan, con quien
entabló una extraña relación de debate intelectual con tintes de cortejo, que
lo condujo a escribir la obra: Aventuras de una negra en busca de Dios.
Cuando sor Laurentia lo leyó, enfureció contra el escritor, prohibiéndole que
se publicara. Era demasiado tarde, la obra ya se vendía como pan caliente por
todo el mundo.
Al
final de esa historia, Shaw escribe:
Los
incautos dicen a menudo que somos una especie impermeable a nuevas ideas. Yo no
lo creo. A menudo me asombra con cuánta avidez y confianza criterios recién
acuñados se aceptan y adoptan sin que haya rastro de evidencia fidedigna. La
gente acogerá cualquier cosa que le entretenga, le complazca o le prometa
alguna utilidad. Me consuelo, como Stuart Mill, creyendo que con el tiempo las convicciones
absurdas perderán su encanto y pasarán de moda y desaparecerán; que las falsas
promesas, rotas, luego de tamizadas por la burla cínica, serán olvidadas; y que
tras ese proceso de criba las ideas consistentes, indestructibles (pues hasta
suprimidas o abandonadas son redescubiertas una y otra vez) sobrevivirán y se
sumarán al cuerpo del conocimiento verificado llamado Ciencia.
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