Mis novelas

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jueves, julio 28, 2022

LEER A KAFKA

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

¿Alguna vez te has sentido repulsivo, insignificante? ¿Quizás en la infancia, después de ser reprendido por tus padres o por algún maestro? Casi todos tuvimos una mala experiencia, provocada por algún adulto insensible que atentó contra nuestra autoestima, humillándonos públicamente. Pero aun quienes gozan de la fortuna de no haber pasado por tal vivencia, quizá fueron testigos del mal momento de alguien cercano. De cualquier manera, unos y otros podrán experimentarla vívidamente gracias a los libros, a través de la obra de Franz Kafka, una de las plumas más brillantes de la historia. 

Kafka nació y vivió en Praga, capital de la hoy República Checa, de 1883 a 1924. Pertenecía a una familia de comerciantes judíos que se opuso siempre a su vocación literaria. Pero la sensibilidad de Franz tenía la necesidad imperiosa de volcarse en el papel y, seguramente ocultándose de sus padres, escribió libros estremecedores como La metamorfosis, Carta al padre, El proceso y El castillo, por mencionar las más conocidas.

En todas ellas se percibe esa atmósfera familiar descalificadora y asfixiante. En Carta al padre, el autor reclama a su progenitor, con un estilo desgarrador, las injusticias cotidianas de que era objeto. Pero nada tan genial como La metamorfosis, donde Kafka nos envuelve, a través de una prosa aparentemente sencilla, en los hechos más inverosímiles, productos de una imaginación asombrosa. Junto con Gregorio, ese pobre empleado que trabaja sin pausa para mantener a toda su familia, se experimenta la angustia de amanecer convertido en un gran escarabajo. Las acciones se suceden con naturalidad: Gregorio, simplemente, ha adquirido una apariencia acorde con la forma en que su padre lo ha hecho sentir. Tal pesadilla no parece un relato onírico, pues la coherencia de la narración impide esa sensación de estar soñando. Sin embargo, algo tan horrendo sólo podría provenir de un mal sueño que, tal vez, el propio Kafka había experimentado. Porque, como él mismo lo dijo: El sueño revela la realidad. Este es el horror de la vida, lo terrorífico del arte.

El universo del sueño –de la pesadilla—es, pues, recurrente en la obra de este gran autor. Transcribo aquí un cuento corto de Kafka, El puente, donde recrea otra extraña pesadilla: ser un puente amenazado con romperse.

Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la profundidad rumoreaba el helado río. Ningún hombre se animaba hasta estas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse.

Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero y el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y, como un Dios de la montana, ponlo en tierra firme.

Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mí. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montanas y valles- que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz.

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