¿Alguna vez te has sentido
repulsivo, insignificante? ¿Quizás en la infancia, después de ser reprendido
por tus padres o por algún maestro? Casi todos tuvimos una mala experiencia,
provocada por algún adulto insensible que atentó contra nuestra autoestima,
humillándonos públicamente. Pero aun quienes gozan de la fortuna de no haber
pasado por tal vivencia, quizá fueron testigos del mal momento de alguien
cercano. De cualquier manera, unos y otros podrán experimentarla vívidamente
gracias a los libros, a través de la obra de Franz Kafka, una de las plumas más
brillantes de la historia.
Kafka nació y vivió en Praga,
capital de la hoy República Checa, de 1883 a 1924. Pertenecía a una familia de
comerciantes judíos que se opuso siempre a su vocación literaria. Pero la
sensibilidad de Franz tenía la necesidad imperiosa de volcarse en el papel y,
seguramente ocultándose de sus padres, escribió libros estremecedores como La
metamorfosis, Carta al padre, El proceso y El castillo, por mencionar las
más conocidas.
En todas ellas se percibe esa
atmósfera familiar descalificadora y asfixiante. En Carta al padre, el autor
reclama a su progenitor, con un estilo desgarrador, las injusticias cotidianas
de que era objeto. Pero nada tan genial como La metamorfosis, donde Kafka nos
envuelve, a través de una prosa aparentemente sencilla, en los hechos más
inverosímiles, productos de una imaginación asombrosa. Junto con Gregorio, ese
pobre empleado que trabaja sin pausa para mantener a toda su familia, se
experimenta la angustia de amanecer convertido en un gran escarabajo. Las
acciones se suceden con naturalidad: Gregorio, simplemente, ha adquirido una
apariencia acorde con la forma en que su padre lo ha hecho sentir. Tal
pesadilla no parece un relato onírico, pues la coherencia de la narración
impide esa sensación de estar soñando. Sin embargo, algo tan horrendo sólo
podría provenir de un mal sueño que, tal vez, el propio Kafka había
experimentado. Porque, como él mismo lo dijo: El sueño revela la realidad. Este
es el horror de la vida, lo terrorífico del arte.
El universo del sueño –de la
pesadilla—es, pues, recurrente en la obra de este gran autor. Transcribo aquí
un cuento corto de Kafka, El puente, donde recrea otra extraña pesadilla: ser
un puente amenazado con romperse.
Yo era rígido y frío, yo estaba
tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas
de los pies; al otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los
dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En
la profundidad rumoreaba el helado río. Ningún hombre se animaba hasta estas
alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía
y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede
dejar de ser puente sin derrumbarse.
Fue una vez hacia el atardecer
-no sé si el primero y el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos,
giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo
murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate
puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido
confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea,
date a conocer y, como un Dios de la montana, ponlo en tierra firme.
Llegó y me golpeteó con la
punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y
los acomodó sobre mí. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados
y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes
a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montanas y valles- que
saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de
un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño?
¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví
para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme,
cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en
los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde
el agua veloz.
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