De la misma generación de los terribles dictadores
europeos que hemos traído a este espacio últimamente, es Josip Broz, apodado
“Tito”, quien puso en el mapa internacional a la región balcánica.
Hijo de padre croata y madre eslovena, Josip nació en
1892 en Zagorje, en la región croata que por entonces pertenecía al Imperio
Austrohúngaro.
Séptimo hijo de una pareja de campesinos no concluyó
siquiera la educación primaria y trabajó primero en el campo y, siendo aún un
jovencillo, como aprendiz de cerrajero. Pero más que aprender de cerrajería, se
interesó muy pronto por la política sindical, uniéndose a huelgas y
manifestaciones en pro de los derechos obreros.
No escapó al reclutamiento por parte del ejército
austrohúngaro en 1913 y combatió en el frente serbio durante la Gran Guerra.
Los rusos capturaron a todo su batallón; como él estaba herido, pasó un tiempo
en el hospital y luego lo trasladaron a un campo de prisioneros en los montes
Urales. Escapó y se unió al Ejército Rojo y luego al Partido Comunista de la
Unión Soviética.
En 1920 regresó a Yugoslavia donde organizó
manifestaciones que le costaron la cárcel desde 1928 hasta 1934. Allí se dedicó
a leer y afianzar su pensamiento comunista. Cuando lo liberaron, se exilió en
Austria y trabajó como enlace entre el comité central del partido en Moscú y
sus camaradas yugoslavos. También permaneció un tiempo en París reclutando
voluntarios para las Brigadas Internacionales de apoyo a los republicanos
españoles.
En 1940 regresó a Zagreb como secretario general del
Partido Comunista yugoslavo. Un año después, cuando los nazis invadieron su
país, fungió como dirigente de la resistencia, convirtiéndose en el hombre más
buscado por las fuerzas del Eje, que en vano trataron de aniquilarlo.
Destacó su habilidad para conseguir los apoyos necesarios
para su causa, pero evitando siempre la sujeción definitiva a una u otra
potencia.
Una vez terminada la 2ª guerra mundial, Tito quedó al
frente del gobierno provisional de su país y, en noviembre de 1945, ganó las
elecciones por una abrumadora mayoría, instaurando un gobierno republicano que
deponía oficialmente al rey Pedro II.
Desde entonces hasta su muerte en 1980 permaneció en la
primera magistratura de su país. Fue cofundador, junto con Egipto, la India,
Indonesia y Ghana, del grupo autodenominado países no alineados, con ánimo de
mantener una posición neutral durante la llamada Guerra Fría entre Estados
Unidos y la URSS.
Durante esos años conservó un gobierno comunista, pero
como él mismo lo dijo, adaptado a la realidad del mosaico de pueblos diversos
que mantenía unidos gracias a su política de mano dura, su policía, ejército y red
de espionaje, aunados a un eficaz culto a su personalidad. Se le ha calificado
como Titoísmo a ese estilo de pragmatista nacionalista; a Tito se le consideró
dictador benévolo, gobernante paternalista, genio de las relaciones
internacionales, pero también como un cruel genocida responsable de miles de
muertes durante la guerra y después de ella. Se dice de él que fue un rey sin
corona, pues su familia y allegados formaron una aristocracia más elitista que
la nobleza de las monarquías.
Tito sigue siendo una figura que genera polémica. Un
genio de la política y el liderazgo, sin duda, pero también, como todo
dictador, alguien que se excedió en el autoritarismo, en la persecución de sus
adversarios y en la crueldad con que los trataba.
Durante la última parte de su gobierno procuró
descentralizar la administración, debido en gran parte a las presiones separatistas
que, aunque trataban de minimizarse, ya pugnaban por estallar en conflicto
violento. Él se enfocó a mantener las relaciones comerciales y diplomáticas de
su país que, como se demostró tras su fallecimiento, estaba terriblemente
endeudado.
Una vez muerto Tito la aparente paz y el progreso de
Yugoslavia se esfumaron. Unos años después estallaría la violenta y cruel
Guerra de los Balcanes que terminaría por escindir a Yugoslavia en 7 pequeños
países: Bosnia y Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Montenegro, Serbia, Macedonia
del Norte y Kosovo.
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