Decíamos
alguna vez que Napoleón Bonaparte se llamaba a sí mismo descendiente de
Carlomagno, no por sangre, sino por grandeza. Ambos reinaron sobre Francia, los
dos extendieron las fronteras de ese país hasta abarcar casi toda Europa. Sin
embargo, la era napoleónica duró unos cuantos años, mientras que el reinado de
Carlos I el Grande, o Carlomagno, se prolongó por casi medio siglo: desde 768
hasta 814, año en que murió con la corona imperial ceñida, a diferencia del
corso, que terminó sus días en el exilio y la desgracia.
A
Carlos, hijo del chaparrito Pipino el Breve, se le representa como un hombre
alto, rubio, corpulento, de barba rizada y anchísimo cuello, una especie de
vikingo con corona de oro y vestiduras profusamente bordadas con mismo metal y
piedras preciosas. Tal vez tanta elegancia lo hizo instituir el uso del
tenedor, pues antes de él hasta los nobles comían con las manos, llenándose de
grasa las vestimentas. Sin embargo, afirma su biógrafo Eginardo que el rey sólo
vestía así para ocasiones oficiales y que, en el día a día, optaba por el
atuendo plebeyo.
Pero
obviamente, Carlomagno no ha pasado a la historia por fino o elegante, ni por
su amor por la princesa lombarda Desirée o por haberla repudiado al poco tiempo
para cambiarla por la adolescente Hildegarda, a pesar de los problemas
políticos que esto le acarrearía, pues el suegro ofendido estuvo a punto de
hacer caer del trono a Carlomagno, sino por su astucia, su valor y su buena
fortuna, que le permitieron concluir la unificación de los reinos francos y
germanos, iniciada por su abuelo Carlos Martel, y constituir un nuevo imperio,
sucesor del Imperio romano de Occidente caído tres siglos atrás.
Me
refiero a su buena suerte precisamente en el conflicto con el rey lombardo
Desiderio, quien ya había entrado en pláticas con Carlomán, el hermano de
Carlomagno, para acabar con éste y ceñir, en la cabeza de Carlomán, las coronas
de los dos reinos heredados del padre. Pero justamente antes de que el conflicto
llegase a las armas, el conspirador murió y Carlomagno se aprestó a conseguir
el apoyo del recién nombrado papa Adriano I. Este golpe de suerte aunado al
rápido y astuto movimiento político, además de vencer a los lombardos en un
sitio prolongado, le valieron los laureles imperiales, recibidos en el Vaticano
de manos del propio pontífice. Se constituyó entonces el Sacro Imperio Romano
Germánico, un imperio romano occidental ligado a la Iglesia Católica.
El
gobierno de este emperador sentó las bases del futuro de Europa en varios
ámbitos: En el económico, su moneda, la libra carolingia (unidad tanto
monetaria como de peso, pues se trataba de una libra de plata), es el
antecedente del actual euro, aceptado en todo el territorio imperial que
abarcaba casi toda la Europa continental, hasta los límites del Imperio
Otomano.
Estableció
también el principio de la moderna administración pública, implantando normas
para el registro de ingresos y egresos del gobierno. Controló los precios de
algunas mercancías y gravó el de otras, además de prohibir la usura.
Este
gobernante fue un gran promotor de la cultura y las artes, pues era un fanático
del aprendizaje. Estudió gramática, retórica, dicción, astronomía y aritmética.
Ordenó que todos sus descendientes recibieran una educación refinada. Durante
su reinado, se multiplicaron las escuelas monásticas, donde alumnos y maestros
copiaron infinidad de manuscritos. Se dieron becas para estudiar artes
liberales. A su tiempo se le denomina “renacimiento carolingio”.
Pero
no hay personaje sin paradojas y rarezas y Carlomagno, protector del papado, no
es la excepción: nunca permitió a ninguna de sus hijas contraer matrimonio. Sin
embargo, les permitía tener relaciones extramatrimoniales dentro de la corte, y
reconocía y amaba a sus nietos, frutos de estas uniones. Quizá evitaba así
empoderar a extraños convirtiéndolos en yernos oficiales o, tal vez, sólo
deseaba tener a sus hijas y nietos bajo su techo y autoridad.
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