Mis novelas

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viernes, agosto 11, 2023

CARLOMAGNO

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

Decíamos alguna vez que Napoleón Bonaparte se llamaba a sí mismo descendiente de Carlomagno, no por sangre, sino por grandeza. Ambos reinaron sobre Francia, los dos extendieron las fronteras de ese país hasta abarcar casi toda Europa. Sin embargo, la era napoleónica duró unos cuantos años, mientras que el reinado de Carlos I el Grande, o Carlomagno, se prolongó por casi medio siglo: desde 768 hasta 814, año en que murió con la corona imperial ceñida, a diferencia del corso, que terminó sus días en el exilio y la desgracia.

A Carlos, hijo del chaparrito Pipino el Breve, se le representa como un hombre alto, rubio, corpulento, de barba rizada y anchísimo cuello, una especie de vikingo con corona de oro y vestiduras profusamente bordadas con mismo metal y piedras preciosas. Tal vez tanta elegancia lo hizo instituir el uso del tenedor, pues antes de él hasta los nobles comían con las manos, llenándose de grasa las vestimentas. Sin embargo, afirma su biógrafo Eginardo que el rey sólo vestía así para ocasiones oficiales y que, en el día a día, optaba por el atuendo plebeyo.

Pero obviamente, Carlomagno no ha pasado a la historia por fino o elegante, ni por su amor por la princesa lombarda Desirée o por haberla repudiado al poco tiempo para cambiarla por la adolescente Hildegarda, a pesar de los problemas políticos que esto le acarrearía, pues el suegro ofendido estuvo a punto de hacer caer del trono a Carlomagno, sino por su astucia, su valor y su buena fortuna, que le permitieron concluir la unificación de los reinos francos y germanos, iniciada por su abuelo Carlos Martel, y constituir un nuevo imperio, sucesor del Imperio romano de Occidente caído tres siglos atrás.

Me refiero a su buena suerte precisamente en el conflicto con el rey lombardo Desiderio, quien ya había entrado en pláticas con Carlomán, el hermano de Carlomagno, para acabar con éste y ceñir, en la cabeza de Carlomán, las coronas de los dos reinos heredados del padre. Pero justamente antes de que el conflicto llegase a las armas, el conspirador murió y Carlomagno se aprestó a conseguir el apoyo del recién nombrado papa Adriano I. Este golpe de suerte aunado al rápido y astuto movimiento político, además de vencer a los lombardos en un sitio prolongado, le valieron los laureles imperiales, recibidos en el Vaticano de manos del propio pontífice. Se constituyó entonces el Sacro Imperio Romano Germánico, un imperio romano occidental ligado a la Iglesia Católica.

El gobierno de este emperador sentó las bases del futuro de Europa en varios ámbitos: En el económico, su moneda, la libra carolingia (unidad tanto monetaria como de peso, pues se trataba de una libra de plata), es el antecedente del actual euro, aceptado en todo el territorio imperial que abarcaba casi toda la Europa continental, hasta los límites del Imperio Otomano.

Estableció también el principio de la moderna administración pública, implantando normas para el registro de ingresos y egresos del gobierno. Controló los precios de algunas mercancías y gravó el de otras, además de prohibir la usura.

Este gobernante fue un gran promotor de la cultura y las artes, pues era un fanático del aprendizaje. Estudió gramática, retórica, dicción, astronomía y aritmética. Ordenó que todos sus descendientes recibieran una educación refinada. Durante su reinado, se multiplicaron las escuelas monásticas, donde alumnos y maestros copiaron infinidad de manuscritos. Se dieron becas para estudiar artes liberales. A su tiempo se le denomina “renacimiento carolingio”.

Pero no hay personaje sin paradojas y rarezas y Carlomagno, protector del papado, no es la excepción: nunca permitió a ninguna de sus hijas contraer matrimonio. Sin embargo, les permitía tener relaciones extramatrimoniales dentro de la corte, y reconocía y amaba a sus nietos, frutos de estas uniones. Quizá evitaba así empoderar a extraños convirtiéndolos en yernos oficiales o, tal vez, sólo deseaba tener a sus hijas y nietos bajo su techo y autoridad.

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