La
creencia en seres míticos, mitad pez, mitad humanos, llamados comúnmente
tritones, cuando su género es masculino y sirenas, si es femenino, es común a
una gran mayoría de culturas antiguas y continúa vigente, a veces apoyado en
testimonios y hasta fotografías. El rumor más reciente proviene de nuestro
país, de las costas de Campeche, donde varias personas aseguraron haber
encontrado, en la playa, cadáveres de hombres-pez que no pudieron fotografiar,
así como otra, cuya imagen apareció en algunos medios, hallada en octubre de
2008 en San Petesburgo, Florida.
Algunos
investigadores plantean la hipótesis de que estos son los auténticos eslabones
perdidos, apoyados en la teoría darwiniana de que la vida proviene del mar. Son
los humanoides marinos, aseguran ellos, que se quedaron a medias en el proceso
evolutivo.
Otro
supuesto afirma que estos seres acuáticos provienen de un planeta llamado Sea
(igual a mar, en inglés), que se encuentra a una distancia entre 80 y 85 años
luz de la tierra, a donde llegaron hace miles de años. Quienes creen en esta posibilidad explican el
canto de las sirenas como un verdadero intento de comunicación telepática de
estos anfibios, para atraer a los humanos por quienes se sienten en verdad fascinados.
Las ondas telepáticas son tan poderosas, que producen una especie de hipnotismo
del que no puede escaparse.
Aunque
ahora ya consta la existencia de seres extraterrestres, ninguna de tales
explicaciones ha resultado suficientemente probada para aceptarla como
científica, pero la realidad es que, como mitos, leyendas, decires y rumores,
estos seres se han hecho presentes en la historia de la humanidad.
El
primer tritón registrado en la historia fue Ea, un dios babilonio con cola de
pez, que dominaba sobre el mar, la luz y la sabiduría, a quien ya se adoraba en
Acad en el año 5000 a.C. En Siria se creía que la diosa Derceto había recibido
la cola de pez como castigo por matar a uno de sus sacerdotes y abandonar a su
hija. En Grecia fue Atargatis, diosa de la luna, protectora de la fecundidad y
del amor, una mujer-pez que, en el lago Ascalón, pudo salvarse junto con su
hijo gracias a su cola acuática. También entre los mitos griegos está el de las
trescientas hijas de Océano y Tetis, todas sirenas, que poblaron los mares.
Entre ellas, las Nereidas habitaban una isla en el Mediterráneo y cantaban para
complacer a su padre, aunque con ese canto atraían también a los marinos. Ulises,
durante su viaje de regreso a Ítaca, se prepara para no sucumbir a ese canto:
tapa a sus hombres los oídos con cera y les pide que a él lo aten fuertemente
al mástil de su embarcación, para no sucumbir al canto de las sirenas pero
poder disfrutarlo. Gracias a ello se salvan del naufragio, como sucedía a todo
el que pasaban por ahí.
Los
marinos del Mar del Norte también temían el canto de las sirenas. En la Edad
Media, las representaciones de estos seres anfibios fueron motivo favorito para
decorar manuscritos y como altorrelieves en iglesias y catedrales.
Durante
el siglo XIX creció la fascinación por las sirenas. En ferias, circos y
exposiciones abundaron las sirenas falsificadas, que atraían numeroso público.
A
través de todos esos siglos, aun milenios, no han faltado quienes juran haber
visto o escuchado a estas seductoras habitantes del mar y de las lagunas. En las
culturas mesoamericanas también existen seres mágicos y deidades semejantes.
Aquí,
en el Valle Matlatzinca regado por el río Lerma y sus lagunas, los antiguos
pobladores aseguraban haber visto, entre los tules, a una poderosa señora, con
torso y cabeza de mujer, hermoso rostro y larga cabellera. El resto de su
cuerpo era mutable: tomaba la forma de una gruesa serpiente acuática, si su
ánimo era fiero; un pez, cuando apetecía nadar por las lagunas y colmar las
redes de los pescadores a quienes atraía con su canto; piernas humanas, si
deseaba salir del agua e ir a las aldeas, en busca del elegido de su corazón.
Esta
maga anfibia tenía poderes adivinatorios: había que consultarla antes de la
pesca y de la batalla, de la siembra o del matrimonio. Su nombre, según los
otomíes, era Acpaxapo, una diosa acuática, hija de la Luna, madre y creadora de
todo ser vivo. Los matlatzincas, hombres de la red, confiaban en ella para
mantener el equilibrio entre tierra y agua, condición necesaria para que no
faltase el alimento. En náhuatl se decía que era la hechicera de la laguna,
madre de los peces, Atl tonan chane,
a quien después llamaron Tlanchana.
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