Siempre he sido una admiradora de las antiguas culturas
de Medio Oriente. Desde Turquía hasta los países árabes, los antiguos imperios
egipcio, persa, babilonio y, también, el reino judío que he estudiado mucho
para mis novelas Con una sola mirada tuya y El pez de alabastro.
Derivado de ese conocimiento, puedo afirmar que los
pueblos que hoy se enfrentan en una guerra sangrienta, han compartido espacio
por milenios, con tiempos de pacífica convivencia y también conflictos armados
desde antes de la llegada de los judíos a su tierra prometida, hace unos 4,000
años, cuando vivieron en Babilonia y luego en Egipto.
Como toda vivencia social, el conflictivo día a día de
las personas que habitan aquellas tierras se refleja en sus expresiones
artísticas que contienen siempre algo de denuncia combinada con la esperanza,
el idealismo propio de los creadores capaces de plasmar los anhelos y
frustraciones de su entorno.
Debido a esas extrañas y un tanto mágicas coincidencias
que ocurren en la vida, especialmente en el mundo de la literatura, poco antes
del estallido de la guerra actual estaba, junto con algunos de los lectores de
los círculos que coordino, leyendo la novela Los destinos invisibles, de un
autor israelí, Eshkol Nevo. Una obra fascinante que relata los sinsabores de
tres generaciones de israelíes: los que fundaron el Estado de Israel, huyendo
del Holocausto, los primeros que allí nacieron y fortalecieron sus instituciones
y los jóvenes que ponen en tela de juicio la pertinencia de aferrarse a un
territorio que, si bien es la tierra prometida de sus ancestros y está
legalmente reconocida por la comunidad de las naciones, constituye un hogar de
peligro e incertidumbre permanentes. Se supone que los niños no deben estar
tristes. Todavía no saben que la vida no es más que un sufrimiento continuo con
raras pausas de felicidad.
Esta obra narra, inspirada en la tradición literaria
universal, un periplo que es a la vez un largo viaje desde Israel hasta
Sudamérica, pasando por Alemania, y el viaje al interior de los personajes con
sus amores y desamores, miedos y deseos. También pone en tela de juicio la
pertenencia a un lugar, a una forma de vida, a una pareja. Tenía un lugar,
mío, Roni, ¿entiendes? Un lugar en el que podía refugiarme. Hace años que no lo
he pisado. Pero sabía que en caso de necesidad las montañas estarían allá. Y el
mar. Todavía están allá, lo sabes. Pero no será lo mismo. Basta con que ocurra
algo así una vez, y se terminó, el lugar está profanado por el miedo.
La novela plantea, entre varios temas fascinantes, la
vieja posibilidad de haber ubicado el estado judío en Argentina, como lo
proponían algunos de los padres del sionismo a finales del siglo XIX.
Si yo me declaro admiradora de Medio Oriente, encontré en
este autor a un alter-ego, un israelí que admira enormemente nuestras culturas
prehispánicas y la tierra de este lado del mundo.
Y, solidaria con la tragedia que hoy viven en uno y otro bando, me quedo con la tristeza que Nevo expresa así: las grandes guerras continúan varios años después de haber terminado, resuenan en las personas que han participado en ellas y en sus hijos, y en los hijos de sus hijos. Como cuando gritas frente a una montaña… Resuena y resuena hasta que por fin reina el silencio.
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