Hace algunos años, una noticia
sorprendió al mundo: Cristina Onassis, la mujer más rica del planeta, se había
suicidado. En esta época en que todo se tasa en dinero, mucha gente se
preguntaba, ¿cómo es posible que alguien con capital suficiente para comprar
casas, yates, empresas, viajes y joyas, no haya sido capaz de ser feliz? Sin
embargo, la muerte de Cristina, quizá suicidio, tal vez a causa de los excesos
en drogas y alcohol, las excentricidades y rarezas de muchos otros personajes
del jet
set nos llevan a cuestionarnos sobre la felicidad, su esencia y su
condición efímera.
Algo
parecido sucedió, hace dos mil años, con la hija, supuestamente adorada, del
hombre más poderoso de aquellos tiempos: Julia, la hija del César de Roma,
Octavio Augusto.
Julia
llegó al mundo en un día que marcaba para siempre su mala estrella: el día en
que su padre se divorciaba de su madre para casarse con la astuta Livia, quien
sería el complemento y sostén del poder del césar. A los cuantos meses, quizás
cuando su madre biológica la destetara, fue entregada a su padre y madrastra
para que la educasen y se le utilizara, como era la costumbre, en alguna
alianza matrimonial que conviniese al César. En ese tenor, a los dos años de
edad estaba prometida con el hijo de Marco Antonio, antes de que éste perdiera
su poder y su vida a causa de su pasión por Cleopatra.
Mientras
tanto, Augusto procuraba para su amada hija una educación refinada en todos los
campos, no solamente en actividades propias de una matrona. La inteligencia de
la hija de Octavio sobresalía en las letras, las artes y el conocimiento de las
leyes y la política.
Aquella
primera promesa matrimonial se disolvió, y a los catorce años casaron a Julia
con su primo Marco Claudio Marcelo. Dos
años más tarde, el joven marido falleció, lejos de Julia, durante una batalla.
Nuevamente
se le unió a un militar, el general Marco Vespaciano Agrippa, veintinco años
mayor que la inquieta romana. Tuvo con él cinco hijos, lo siguió a varios
rincones del Imperio a causa de las campañas militares, pero se daba tiempo
para desfogar sus impulsos románticos con otros hombres, según cuentan los
historiadores de la época.
Cuando
Agrippa murió, Livia decidió aprovechar la viudez de su hijastra para afianzar
la posición de su propio hijo, Tiberio, como sucesor al trono. Entonces
convenció a su esposo de obligar a Tiberio, recién casado y enamoradísimo, de
divorciarse para desposar a la viuda.
Tiberio
no tuvo otra opción que obedecer al César, pero descargó su rencor en la esposa
que le hicieran tomar contra su voluntad. Julia se refugió, como era su
debilidad, en otros hombres. Cuando sus infidelidades se hicieron públicas
–muchas de ellas, dicen, inventadas por sus enemigos—, Augusto, herido porque le
fallara su propia hija, cuya imagen había hecho difundir como ejemplo de todas
las virtudes deseables en la mujer romana, la envió al exilio.
A la muerte del César, Tiberio
ascendió efectivamente al trono de Roma. Para sellar su odio y venganza,
confinó a Julia a su habitación, y, según cuentan algunas versiones, prohibió
que se le alimentara hasta que muriese de inanición. O quizás ella misma se
dejó morir de hambre, incapaz de escapar a tan cruel castigo.
Tal fue el fin de
una mujer dotada de todos los dones naturales y circunstanciales: belleza,
inteligencia, preparación, el amor de su padre, infinita riqueza y la
admiración de muchos. Como a Cristina Onassis, de nada le sirvieron. La
infelicidad fue el sello de su existencia.
¿Te interesa la
historia del tiempo de Julia, la hija de César Augusto? Puedes encontrar a
estos personajes en mi novela El pez de alabastro, recién reeditada en España
bajo el sello Áltera.
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