Un
personaje que no debemos olvidar, por su importantísimo legado a la formación
de este país, es, sin duda, Pablo Benito Juárez García, ese Benito Juárez que
en la primaria nos meten hasta en la sopa, pero siempre recubierto de una
imagen metálica o pétrea que nos lo hace odioso. En su honor estuvimos muchas
veces, en días cercanos al 21 de marzo, de pie en el patio de la escuela, escuchando
discursos acartonados o empalagosos poemas, encaminados a enaltecer al héroe,
pero cuyo resultado era contraproducente en el ánimo de los alumnos.
En
busca de otra imagen para ese enorme estadista y fascinada por ese siglo XIX
mexicano, de donde proviene lo que hoy vivimos como nación, escribí hace algunos
años la novela El Cuervo y el Halcón, un intento de humanizar no sólo al
Benemérito, sino también a su histórico rival, el Archiduque Maximiliano de
Habsburgo.
Comparto
aquí un fragmento que habla de la niñez de Benito Juárez:
Dos años había cumplido Benito, a quien nadie llamaba por
su nombre completo, Pablo Benito, pues en San Pablo Guelatao a todos los
hombres se bautizaba Pablo algo, para hacer honor al santo patrono de aquel
pueblo, tan chico que más bien debía decirse caserío, cuando su hermana Josefa
lo tomó de la mano y, sin explicarle la razón del revuelo que traían en la
casa, de los gritos de la madre agarrándose la panza, lo llevó de prisa, casi
arrastrando, y lo fue a entregar con los abuelos. Ahi le encargo a Benito, abuela, voy por mi
tía Cecilia, que ya se le viene la criatura a mi madre, oyó el niño decir a su
hermana, antes de mirarla correr otra vez, ahora hacia el otro lado de la
población. En cuanto se perdió de vista, se soltó en llanto, un llanto azorado y
a la vez provisto del presentimiento de que algo grave sucedía a su
alrededor. Cállate, ven, te doy
chocolate, le dijo la abuela, verás que todo saldrá bien. Entonces, Benito cambió las lágrimas por una
cara larga y silenciosa.
Cuando Josefa llegó, horas más tarde, y entre sollozos
ahogados le dijo algo a la abuela que la hizo taparse la boca para esconder un
grito, Benito Juárez aprendió a desconfiar de las personas cercanas. Y cuando
de nada servía su búsqueda, ni había respuestas a su insistente pregunta de
dónde estaba su mamá, imaginó que la habían vendido, como a veces hacía su
padre con las borregas más lindas. Guardó para sí sus conclusiones; no dejó a
nadie verlo llorar, cubriéndose la cara con el rebozo de su hermana, mientras
el cuerpo rígido de su madre permaneció entre cuatro cirios, a la mitad de la
casa.
Todo el pueblo llegó a velarla. Los hombres, muy serios, se descubrían la
cabeza y se persignaban. Las mujeres lloraban ruidosamente. Tempranito,
emprendieron la procesión al cementerio. Los parientes de muerta y viudo se
turnaban la carga del ataúd. María
Longines, la recién nacida iba en los brazos de su tía Cecilia, para aprovechar
al cura y bautizarla de una vez.
Volvieron a San Pablo. Marcelino se llevó a sus hijos,
con excepción de la criaturita que permaneció bajo el cuidado de la tía. Esa noche, el padre de Benito buscó la paz en
una botella de aguardiente. Y cada día, desde entonces, sólo en ella encontraba
consuelo. Josefa, Rosa y Benito tenían
cuidado de no contrariarlo, de no hacer ruido cuando se quedaba dormido, para
evitar los gritos y las cachetadas, las lamentaciones por su mala fortuna. Las niñas dejaron de alborotar y se ocuparon
cada vez menos del arreglo de su hermanito. Él pasaba horas afuera, mirando el
campo, observando a los pájaros, en especial a los cuervos que lo fascinaban
con su mirada metálica. Habló menos y dejó también de reír a menudo, como en
los tiempos en que Brígida le hacía cosquillas, le decía escuincle de porra y
lo dejaba hacer bolitas de masa mientras ella echaba las tortillas.
Benito iba marcando, en el amate que llamaba su
árbol, una rayita por cada día desde que enterraron a su mamá.