Es a través del arte como los seres humanos nos
expresamos. Las ideas, preocupaciones y transformaciones de las sociedades
quedan plasmadas en las obras de arte; ellas son las voces históricas que nos hablan
de su tiempo.
A finales del siglo XIX Europa había sufrido cambios
profundos: grandes dudas sobre la creencia de que las monarquías procedían de
la voluntad divina, la sublevación de las clases trabajadoras sojuzgadas por la
revolución industrial, grandes pasos en los campos de la ciencia y la
tecnología.
Todos estos cambios incidieron desde luego en el arte y
surgió, primero en Francia, el movimiento impresionista, como lo bautizó un
periodista tras la tercera exposición de pintura en París, en 1877.
El impresionismo no se quedó solamente en la pintura.
Como expresión de una época, la Belle Époque, y de una nueva manera de
ver la vida, se extendería a todas las ramas del arte.
La literatura no fue la excepción: daría lugar a una de
las obras cumbres en toda la historia de las letras: En busca del tiempo
perdido, de Marcel Proust. Dicha obra monumental se caracteriza por plasmar
el punto de vista subjetivo del narrador, a través de descripciones detalladas
de los personajes, sensaciones y objetos, siempre referidos al efecto sensorial
que le provocan.
¿Quién era este Marcel Proust? Un joven enfermizo,
inseguro, hijo de un prestigiado médico católico y una alsaciana judía que
dedicó los últimos quince años de su vida, aislándose casi por completo, a
escribir En busca del tiempo perdido, una gran reflexión sobre la
existencia y la subjetivad esencial, el tiempo, la memoria, el arte y las
relaciones humanas.
De un evento narrado en esta obra proviene el fenómeno
psicológico conocido como “efecto proustiano”, “fenómeno de Proust” o “la
magdalena de Proust”, que se refiere al efecto memorístico causado por una
percepción sensorial, especialmente un olor, que transporta a la persona a un
recuerdo que creía olvidado. Este fenómeno involuntario, relacionado con la
memoria olfativa, migró de la literatura hacia otros campos como la neurología
o el marketing.
Comparto estos fragmentos de Por la parte de Swann,
la primera parte de En busca del tiempo perdido, precisamente donde se
refiere a la famosa magdalena:
Hace ya muchos años que, de mi
infancia en Combray, solo existía para mí la tragedia cotidiana de acostarme.
Un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me
propuso tomar, contra mi costumbre, un poco de té. Dije que no, primero, pero
luego, no sé por qué, cambié de opinión. Mandó a comprar uno de esos bollos
pequeños y rollizos que se llaman magdalenas, y que parecen haber sido
moldeados en las valvas con ranuras de una concha de Santiago. Pronto,
maquinalmente, agobiado por el día triste y la perspectiva de otro igual, me llevé
a los labios una cucharada de té en la que había dejado reblandecer un trozo de
magdalena. Pero, en el instante mismo en que el trago de té y migajas de bollo
llegaban a mi paladar, me estremecí, dándome cuenta de que pasaba algo
extraordinario. Me había invadido un placer delicioso, aislado, sin saber por
qué, que me volvía indiferente a vicisitudes de la vida, a sus desastres
inofensivos, a su brevedad ilusoria, de la misma manera que opera el amor,
llenándome de una esencia preciosa; o, más bien, esta esencia no estaba en mí
sino que era yo mismo. Y no me sentía mediocre, limitado, mortal. ¿De dónde
podía haberme venido esta poderosa alegría? Me daba cuenta de que estaba unida
al gusto del té y del bollo, pero lo sobrepasaba infinitamente, no debía ser de
la misma naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Cómo apresarla? […]
Y, de repente, el recuerdo aparece.
Ese gusto es el del trocito de magdalena que el domingo por la mañana en
Combray (porque ese día yo no salía antes de la hora de misa), cuando iba a
decirle buenos días a su habitación, mi tía Leonie me daba, después de haberlo
mojado en su infusión de té o de tila. La vista de la pequeña magdalena no me
había recordado nada, antes de probarla; quizá porque, habiéndolas visto a
menudo después, sin comerlas, sobre las mesas de los pasteleros, su imagen
había dejado esos días de Combray para unirse a otros más recientes […]
Y desde que reconocí el gusto del
trocito de magdalena mojada en la tila que me daba mi tía (aunque todavía no
supiera y debiera dejar para más tarde el descubrir por qué ese recuerdo me
hacía feliz), en seguida la vieja casa gris, donde estaba su habitación, vino
como un decorado teatral a añadirse al pequeño pabellón que estaba sobre el
jardín…
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