Mis novelas

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jueves, diciembre 15, 2022

LOS BONAPARTE

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DE LIBROS Y OTROS PLACERES

He traído alguna vez a este espacio a una de las figuras más relevantes de la Historia Universal: Napoleón Bonaparte, conocido como Napoleón el Grande, sin duda un genio de la política y la estrategia militar.

Obviamente, la genialidad, para dar fruto, requiere alimentarse; Napoleón lo hacía leyendo y estudiando, en especial a sus dos grandes inspiradores: Julio César y Maquiavelo. Tenía la costumbre de escribir anotaciones al margen de sus lecturas acerca de cómo aplicar, a su realidad, las ideas y hechos narrados por los autores. 

No es extraño, entonces, que consiguiera grandes victorias militares y el ascenso en la escala del poder hasta llegar a auto-coronarse emperador.

El paso más importante en esta carrera de empoderamiento absoluto lo dio con el famoso golpe de estado del 18 de Brumario que lo convirtió en Primer Cónsul, en cuyo carácter redactó una nueva constitución. Al poco tiempo, mediante la compra de voluntades entre los legisladores, se hizo nombrar Cónsul vitalicio, y, luego, los manipuló hasta que lo convirtieron en emperador.

La ambición desmedida que, como dice el dicho, rompe el saco, en su caso de devolver a Francia las dimensiones del Imperio romano, fue la causa de su caída, como ha sucedido a tantos grandes de la historia.

Pero esa idea de grandeza había quedado sembrada entre muchos de sus súbditos, y en especial en su sobrino Carlos Luis Napoleón, el cuarto en la línea sucesoria del bonapartismo, nacido en el tiempo en que su tío brillaba como un astro sobre Europa, en 1808. Luis, su padre, el más joven de los hermanos Bonaparte, fue nombrado por el emperador como rey de Holanda. Cuando su tío cayó, Luis Napoleón, junto con su madre y hermanos, se exilió en Suiza.

Pero seguramente el joven seguía soñando con el poder absoluto. Y en 1936, muertos ya su primo Napoleón II y sus hermanos mayores, y viejos y sin ganas de meterse de nuevo en líos su tío José y su padre, Luis Napoleón intentó, sin éxito, dar un golpe de estado republicano contra la monarquía restaurada bajo el rey Luis Felipe I.

Finalmente volvió a Francia cuando venció la revolución de 1848 y se promulgó la constitución de la II República, que deponía a dicho rey. Bonaparte obtuvo un escaño en la Asamblea y, a fines de ese mismo año, se presentó como candidato a la presidencia.

Gracias a su famoso nombre, al apoyo popular y a su lema: “No más impuestos, abajo los ricos, abajo la República, larga vida al Emperador” (esta última frase, haciendo que pareciese dedicada a su tío, pero quizás, representando su secreto anhelo), obtuvo el 75% de los votos. También se ocupó de tranquilizar a la Iglesia católica prometiéndole restaurar el orden tradicional y evitar el jacobinismo. 

Empezó su mandato presidencial fiel a su ideología un tanto romántica, liberal, socialista y utópica, redactando una constitución republicana; pero dos años después comenzó el viraje autoritario: eliminó el sufragio universal masculino y regresó al voto censitario, reduciendo en tres millones el electorado y aumentó la duración del mandato presidencial.

Como había aprendido de su tío, estas medidas constituyeron sólo un paso antes del golpe de estado de diciembre de 1851, cuando convocó a un plebiscito.

Un mes después, en enero de 1852, se promulgó una nueva constitución que reforzaba al ejecutivo, disminuía el poder al legislativo, aumentaba la duración de la presidencia a 10 años y permitía la reelección.

Era, nuevamente un escalón hacia el objetivo final: el II Imperio, proclamado en diciembre de ese 1852 y que duraría hasta 1863, año en que consiguió, entre otros proyectos expansionistas, colocar a su protegido Maximiliano de Habsburgo en el trono de nuestro país.

Así, aunque ninguno de los dos Napoleones de Francia ostentó el título específico de Dictador, ambos lo fueron y utilizaron el poder que habían tomado por asalto, para ponerse una corona sobre la cabeza.



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