Hemos visto como el ambiente de inestabilidad política en
que entró la mayor parte de Europa durante la primera mitad del siglo XIX, el
cual llevó a la Primera Guerra Mundial, o Gran Guerra, fue el campo de cultivo
de hombres con personalidad de hierro y un arrastre de masas asombroso,
poseedores de un ego inmenso y enamorados del poder al que se aferraron,
creyendo que nadie podría conducir a su país como ellos lo hacían. Tal fue el
caso de los odiados Stalin, Mussolini, Hitler, Franco y algunos más polémicos,
como el caso del Mariscal Tito.
Hoy hablaré del hombre fuerte de Turquía en aquella
época, Mustafá Kemal Atartürk, por quien aún suspira una buena parte de la
nación que gobernó.
Hijo de Ali Riza, un militar, y de Zübeyde Hamm, una
campesina, Mustafá nació en Salónica que por entonces pertenecía al Imperio
Otomano. Su padre, que murió cuando Mustafá tenía apenas 7 años, lo consagró
desde su nacimiento, imponiéndole la espada, a la carrera militar.
En la secundaria, su maestra de matemáticas le impuso el
apodo “Kemal”, que significa “el perfecto”.
En 1899 Mustafá Kemal ingresó al Colegio Militar o
Escuela de Guerra en Estambul. Allí se unió a quienes ponían en tela de juicio
el despotismo del Sultán Abdülhamid II y se involucró en la redacción de un
periódico clandestino. Aunque consiguió graduarse, esta militancia secreta hizo
que lo enviaran lejos, a la Quinta Armada en Damasco, donde continuó sus ideas
antigobiernistas, alimentadas por la corrupción y el maltrato de los oficiales
hacia la población civil.
En 1907 se unió al grupo antigobiernista dominante, el
CUP, que provocó una insurrección en Macedonia, denominada Revolución de los
jóvenes turcos, que marcharon sobre Estambul y forzaron a Abdülhamid II a
abdicar.
Mustafá Kemal comenzó a destacar en el grupo y a
convertirse en el líder de los jóvenes oficiales.
Tras la victoria otomana en la Guerra de los Balcanes de
1913, su compañero Ali Fethi fue nombrado embajador en Bulgaria y llevó consigo
a Mustafá Kemal como agregado militar. En ese sitio se encontraba al estallar
la Primera Guerra Mundial, y comandó la 19ª. División en contra de los Aliados.
Ascendió rápidamente en la escala militar hasta ser asignado como escolta del
príncipe heredero en su visita a Alemania en 1917. Al ascender al trono, Mehmed
lo nombró comandante de las fuerzas otomanas en Siria.
Cuando finalizó la guerra, Turquía quedó del lado de los
perdedores. Los Aliados se apresuraron en sus intentos y demandas para
repartirse el territorio otomano; no faltaron levantamientos de turcos que no
aceptaban tales imposiciones. En Anatolia la insurrección crecía. Los aliados
presionaron al Sultán para apagarla. Éste envió a Mustafá Kemal. Ahí estaba su
anhelada oportunidad. Como él mismo declaró tiempo después, ese 19 de mayo de
1919 fue su verdadero nacimiento. Se reveló como el salvador de los turcos. En
su discurso público, en vez de llamar a la obediencia, aseguró que el Sultán
era prisionero de los Aliados y el pueblo turco debía salvarse de caer en
situación de vasallaje. El general Kâzim Karabekir, al frente de 18,000 soldados,
se unió a él y convocó a un Congreso en defensa de los derechos del pueblo
turco. Mustafá Kemal sería la cabeza de este movimiento al que pronto se
unieron las 6 provincias orientales del Imperio. Se signó un Pacto Nacional y
se formó un gobierno provisional con Ankara como capital. En abril de 1920 una
asamblea lo eligió presidente de la nueva República de Turquía, apoyada por los
rusos, que fue finalmente reconocida por otros países en 1922, aboliéndose
definitivamente el sultanato.
Mustafá Kemal se dedicó desde entonces a reformar su
país. Su meta era convertirlo en un estado europeo, mediante la política que
denominó de “las seis flechas”: republicanismo, populismo, nacionalismo,
secularismo, estatismo y reformismo.
Cada una de las medidas que sabía difíciles de acoger por
la población, las implementaba mediante una gira en la que recorría el país
convenciendo personalmente al pueblo de las bondades que esto acarrearía.
Entre ellas, quizá las más difíciles fueron la
secularización, permitiendo la libertad de cultos, pero dejando fuera de la ley
las costumbres religiosas que le parecían obstáculos contra la modernización de
su país.
Erradicó así, por ejemplo, la poligamia y apoyó la
emancipación de las mujeres, permitiéndoles incluso ocupar puestos
parlamentarios. Revolucionó la educación cambiando el uso del alfabeto a
caracteres arábigos, permitiendo el intercambio de estudiantes con países
occidentales. Introdujo el uso de apellidos, que no se usaban antiguamente. La
Asamblea le otorgó a él el apellido “Atatürk”, que significa “padre de los
turcos”.
Como es lógico imaginar, no todas estas medidas fueron
bien recibidas por la totalidad de la población y, en 1925, en nombre del
Islam, surgió la primera insurrección kurda que Atatürk reprimió sin
miramientos.
El movimiento kurdo sobrevivió a pesar de la dura
represión de que siguió siendo objeto. Se estima que durante el gobierno de
Atatürk, que se extendió por 15 años, fueron asesinados unos 13,000 kurdos.
El estilo de gobierno de este hombre fue, como el de todo
dictador, el autoritarismo. Gracias a ello consiguió imponer las radicales
reformas que muchos ven con beneplácito y que, sin duda, pusieron a Turquía en
la lista de las naciones desarrolladas. Pero es también un hecho que implicaban
una profunda aculturación y negación de una cultura centenaria.
El
actual presidente de ese país, Recep Tayyip Erdoğan, musulmán que gobierna
desde 2014, ha echado marcha atrás en algunas de las medidas occidentalizantes
de Atatürk; entre ellas, devolvió al culto del Islam algunos templos como la
famosa Santa Sofía, que habían sido convertidas en museos. Difícil saber quién
tiene la razón.
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