En la primera mitad del
siglo XX, esos años en que la humanidad se pobló de artistas trascendentes,
nació una escritora excepcional, a quien algún estudioso ha llamado “la madre
de las letras latinoamericanas”. María Luisa Bombal era su nombre. El de sus
novelas más famosas: La última niebla y La amortajada. Entre sus amigos,
admiradores de su talento, se contaron Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Alfonso
Reyes y Federico García Lorca, por nombrar algunos.
María Luisa nació en Viña
del Mar, Chile, en 1910, bajo el signo de géminis, al seno de una familia
tradicional. Recibió una educación acorde a su origen, en un colegio francés,
privado, a manos de las monjas del Sagrado Corazón.
Al zodíaco achacaba ella sus
contradicciones, hasta alegaba que en su espíritu habitaban dos mujeres: una
racional, cerebral, que ejercía sobre el mundo un análisis casi científico.
Otra imaginativa, sensible, enfocada a lo intangible.
Todo cuanto sea misterio me
atrae –escribió—. Yo creo que el mundo olvida hasta qué
punto vivimos apoyados en lo desconocido. Hemos organizado una existencia
lógica sobre un pozo de misterios. Hemos admitido desentendernos de lo
primordial de la vida, que es la muerte. Lo misterioso es para mí un mundo en
el que me es grato entrar, aunque sólo sea con el pensamiento y la imaginación.
Ese misterio en el que la
Bombal se introduce, es, fundamentalmente, la intimidad femenina, sus
pensamientos, sufrimientos y su sensualidad. Avanzada para su tiempo, antes que
las mujeres adquiriesen el derecho al voto, ella es la primera latinoamericana
que se atreve a describir, con elegancia y poesía, el acto sexual y el orgasmo
femenino.
En su primera novela, La
última niebla, dice: Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al
hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una ola hirviente, me acaricia, me
quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube
algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no sé por qué
me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la
preciosa carga que pesa entre mis muslos.
En La amortajada, su segunda
novela, va más allá, con esta fascinante descripción:
Pero cierta noche sobrevino
aquello que ella ignoraba. Fue como si del centro de sus entrañas naciera un
hirviente y lento escalofrío que junto con cada caricia empezara a subir, a
crecer, a envolverla en anillos hasta la raíz de los cabellos, hasta empuñarla
por la garganta, cortarle la respiración y sacudirla para arrojarla finalmente,
exhausta y desembriagada, contra el lecho revuelto. ¡El placer! ¡Con que era
eso el placer! ¡Ese estremecimiento, ese inmenso aletazo y ese recaer unidos en
la misma vergüenza!
La autora de estos himnos al
amor no tuvo, paradójicamente, mucha suerte en esa materia. Sin embargo, fue
siempre fiel a su admiración por esta fuerza del alma humana. En una
entrevista, al ser cuestionada al respecto, dijo: El amor es lo más grande
de la vida. Ante el amor todas las demás emociones de la vida son emociones
subalternas.
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