Uno
de los personajes legendarios por excelencia en la historia moderna es Sissi,
esposa de Francisco José, soberano del Imperio Austro-húngaro allá por los
finales del siglo XIX e inicios del XX. Esta emperatriz, célebre en su época
por su belleza, adorada por su esposo y por los húngaros, alejada de sus hijos
y enemistada con la corte vienesa, ha sido material de estudio para historiadores,
fuente de inspiración para artistas y motivo de curiosidad de todo el que se
acerca a su polifacética personalidad.
Isabel,
apodada Sissi por sus padres y hermanos, dueña de todo lo que una mujer pudiera
soñar: belleza, talento, una fortuna inacabable, poder en más de la mitad de su
mundo, un marido enamorado, hijos, obviamente miles de admiradores, no halló en
nada de esto la felicidad que su espíritu atormentado deseaba.
Su
historia nos recuerda a mujeres que en nuestro tiempo han sido también prisioneras
de un glamour incapaz de satisfacerlas, mujeres trágicas como Diana Spencer,
Cristina Onasis o Marilyn Monroe.
La
chica a quien el destino haría emperatriz de media Europa, pasó su infancia en
Bavaria, en el seno de una familia rica y de sangre aristócrata, pero ajena a
la cotidianidad asfixiante de una corte. Compartía con su padre, Max, el amor
por la naturaleza, gustaba de largos paseos a caballo, de los días de campo
junto al lago durante el verano, y sobre todo, de la libertad. A los quince años
se enamoró de un conde Richard, empleado de su padre. El chico murió y ella se
refugió en la escritura de poemas, costumbre que no abandonaría a lo largo de
su vida: vaciar la tristeza, la insatisfacción, en la poesía.
Fue
una casualidad, tal como se recoge en la vieja película protagonizada por Romy
Shneider, el que está casi niña se convirtiese en emperatriz; tal destino
estaba planeado para su hermana, de acuerdo con las intenciones de la madre de
Sissi y su prima Sofía, madre de Francisco José. Pero el joven prefirió a la
hermana menor.
Como
en un cuento de hadas, la quinceañera se convirtió en princesa azorada,
ensoñada, admirada. Después de la fiesta de compromiso regresó a su hogar,
donde comenzó el entrenamiento para su próxima condición. Desde entonces el
espíritu de Sissi deseaba rebelarse. ¡Si solamente no fuese emperador!, se
atrevió a exclamar, adivinando ya la pesada carga que ese título representaría
en su vida.
El
destino se cumplió: con un vestido casi irreal que llevaba bordada la inscripción
“¡Oh Señor, qué bello sueño!”, Isabel se despidió de su hogar en Bavaria y poco
después, la chiquilla llegó a la corte vienesa. Desde el inicio el rechazo
entre ella y el pesado ceremonial fue recíproco y sólo unos días después de la
fastuosa boda, Sissi escribió en su diario:
¡Oh, podría no haber dejado
nunca el sendero
Que me habría conducido a la
libertad!
¡Oh, podría no haberme jamás
perdido
Sobre el boulevard de la
vanidad!
Y
nunca más abandonó ese camino de la vanidad; tampoco la nostalgia de la libertad
perdida. Quizás como una venganza continua, una manera de vencer siempre a las
otras damas de la corte, Sissi se dedicó a su belleza.
La
cabellera que alcanzaba sus tobillos exigía de dos a tres horas diarias de
cuidados; hacía preparar decenas de cremas y lociones para embellecer su piel,
practicaba ejercicios y guardaba régimen para mantenerse esbeltísima; ordenaba
a sus modistas coser los vestidos sobre su cuerpo para entallarlos
perfectamente.
Tampoco
la dejó el ansia de libertad, que paliaba viajando la mayor parte del tiempo,
muchas veces de incógnita, para huir por completo del protocolo y las
exigencias de la corte y de su condición de emperatriz.
Pero
nada de eso consiguió apaciguar su espíritu. Cada día se encerraba más en sí
misma, se volvía más extraña y lejana, se amargaba y entristecía.
Padecía
insomnios, tenía mal apetito, arremetía a veces sin razón contra sus allegados.
El carácter de la emperatriz empeoró por el suicidio de su hijo Rodolfo,
príncipe heredero del Imperio y también, quizás, del espíritu atormentado e
incapaz de ser feliz de la madre. Desde entonces Sissi no abandonó el color
negro más que para un par de ocasiones, como los esponsales de su hija María
Valeria, su favorita, y para el cumpleaños de Francisco José.
En
septiembre de 1898 un anarquista lunático consiguió acercarse a ella, mientras
viajaba de incógnita, y le clavó un estilete en el corazón. Por fuera, la
herida parecía insignificante pero la hemorragia era enorme al interior, el
arma cortó el corazón mismo de la emperatriz. Ese corazón que sangró siempre
sin que sus heridas fuesen comprendidas o evaluadas por los demás; sólo ella
sabía lo mortales que fueron para la libertad, para los sueños, para la perdida
y lejana felicidad. Tal vez, desde el más allá, la bella Sissi siga recitando
estos versos de su inspiración:
Huyo del mundo y de todos
sus placeres,
estoy bien lejos de los
humanos ahora;
a sus alegrías y penas soy
ajena;
y como sobre otra estrella,
vago solitaria...
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