En
1938 recibía el Premio Nobel de Literatura una mujer, Pearl S. Buck, apenas la
tercera entre la ya larga lista de varones galardonados con esta importante
presea. Se trataba de una norteamericana, hija de misioneros presbiterianos,
que había nacido en Hillsboro, Virginia, el 24 de junio de 1892, pero se había
criado en China, a donde sus padres dirigían una misión.
Allá,
la niña observadora, aprehendía con ojos de escritora el mundo oriental y lo
grababa en su memoria para describirlo después, de una forma profundamente
conmovedora, convertida en artículos periodísticos, pero, sobre todo, en las encantadoras
novelas que le valdrían importantes premios.
La
más emblemática de sus obras, La buena tierra, la hizo acreedora al Premio
Pulitzer y a la medalla Howells en 1935, vendió un millón de ejemplares en su
primer año y se tradujo a más de treinta idiomas.
En
ella relata la historia de Wang Lung, un campesino pobre, quien con astucia y
arduo trabajo se convierte en un rico terrateniente, pero también, debido a la
sequía y al complicado entramado social, cae en la miseria más profunda,
viéndose obligado a emigrar y mendigar junto con su familia.
Pearl
penetra con gran acierto en la condición de los campesinos y su amor a la
tierra. También es notable la forma en que nos acerca a la terrible condición
de las mujeres chinas de aquel tiempo.
Por
si no se han acercado a esta obra maestra, o para recordar el placer de su
lectura, les comparto este fragmento que narra cómo la campesina O-lan, mujer
de Wang Lung, da a luz a su primer hijo:
Cuando
llegó el momento, no quiso a nadie a su lado. Fue un anochecer, temprano,
cuando apenas se había puesto el sol. O-lan se hallaba trabajando junto a su
marido. El trigo había sido cosechado; el campo, inundado y sembrado de arroz,
que daba ahora fruto; las espigas aparecían maduras y pletóricas tras las
lluvias estivales, tras el tibio y dorado sol otoñal. Juntos habían estado
haciendo gavillas todo el día, doblados, cortándolas con unas hoces de mango
corto. O-lan se inclinaba rígidamente, por la carga que llevaba, y se movía con
más lentitud que Wang Lung, de manera que segaban con desigualdad: la hilera de
él más avanzada que la de ella. Wang Lung se volvió a mirarla con impaciencia,
y entonces la mujer se detuvo, enderezose y dejó caer la hoz. Su rostro estaba
empapado en sudor, en el sudor de una agonía nueva.
--Ya
ha llegado –dijo—. Voy a entrar en la casa. No vayas al cuarto hasta que yo
llame. Pero tráeme un junco recién pelado y afilado, para que yo pueda separar
la vida del niño de la mía.
Y
atravesó los campos en dirección a la casa como si nada ocurriera. Él se la
quedó mirando, y luego fue al pantano, escogió un junco verde y flexible y lo
afinó con el filo de su hoz. La rápida sombra otoñal comenzó entonces a cerrar
el crepúsculo, y Wang Lung, echándose la hoz al hombro, se encaminó a la casa.
Al
llegar a ella encontró la cena caliente sobre la mesa, y al viejo, comiendo.
¡La mujer se había detenido a prepararles la comida! Y se dijo que una mujer
así no se encontraba fácilmente.
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